Por qué deberías hacerle preguntas a tu empresa y pararte a responderlas

 

El primer mentor de la historia se llamaba precisamente Méntor y fue el amigo de Ulises que se encargó de la preparación de su hijo Telémaco para sucederle en el trono de Ítaca. Desde entonces, la figura de un mentor o mentora (específicamente en el mundo de los negocios, que es el que nos ocupa) es de sobras conocida.

Originalmente era una relación sin dinero de por medio en la que un empresario que probablemente estaba al final de su productiva carrera tomaba bajo su ala a otro que estaba al inicio y le confiaba sus aprendizajes y experiencia y dedicaba tiempo a conversar con él para allanarle el camino del modo que el joven empresario necesitase. Una figura entre un amigo y un padre que le comprendía y que además podía aportar batallitas útiles en ese momento. 

Actualmente, es un servicio de pago que cualquiera con un poco de experiencia o conocimiento ofrece a cualquiera que inicie un negocio o esté desarrollándolo. Es decir, es una profesión en sí misma. En muchos casos es una relación provechosa para ambos implicados, pero en muchos otros dista mucho de serlo. 

Volvamos un instante a la antigua Grecia. Allí, Sócrates desarrolló la mayéutica como el arte de las cuestiones (planteadas por el maestro filósofo) y las respuestas (desarrolladas por el alumno), para tratar de conseguir el conocimiento por uno mismo, es decir, sin que nadie nos provea con la solución sino simplemente nos dé una guía por donde discurrir para hallarla.

Según Sócrates (y a diferencia de muchos mentores actuales), el camino de la verdadera sabiduría era reconocer que no se sabe nada realmente, aceptar nuestra tremenda ignorancia, pero cuestionar al otro y a nosotros mismos para encontrar las certezas que podamos en nuestra propia experiencia. 

En estos momentos, la amplia oferta de "ayuda" disponible, en forma de respuestas que vienen de un modo u otro prefabricadas para nosotras, nos hace vivir bajo la impresión de que, ciertamente, no sabemos nada, pero que necesitamos con urgencia que alguien nos resuelva la papeleta y nos diga qué hacer paso a paso. 

Así que buscamos figuras de autoridad en las que apoyarnos y les cedemos la autoridad sobre nuestros negocios.

Si das con un mal mentor, te dirá que hagas lo que él hace o hizo y te dará un proceso cerrado de instrucciones y requerimientos que es el mismo que le da a todo el mundo.

Si das con un buen mentor, te hará preguntas para saber qué quieres y qué necesitas y a dónde quieres llegar y te apoyará en la creación de un plan basado en tus propias circunstancias (serás tú quién guíe todo el proceso). 

Como puedes ver, el camino es muy distinto, y la vía para la comprensión reside en las preguntas (que pueden venir del maestro o del alumno, sin distinción).

Pero quizás hay otra cosa más importante aún: pararte a responder esas preguntas. Nos ponemos todo tipo de excusas para no hacerlo, cuando lo que pasa en realidad es algo muy diferente.


Hoy vamos a profundizar en esto y además te voy a dar tres métodos (desde el más simple al más completo) para que puedas ser siempre tu mentora empresarial, tu propia gurú y la Sócrates de tu vida. 


1. El piloto automático

Hace un tiempo, un amigo al que quiero mucho pero veo poco me llamó para contarme que había decidido parar. Que no podía más con la vida que llevaba, con el trabajo que tenía y con su existencia en general. Que le había costado mucho tomar la decisión pero que había dejado el trabajo, iba a dejar su piso y en unos días iba a coger sus cosas y a sus gatos y se iba a ir a vivir a un pueblo con un amigo. Sin fecha de vuelta. Para encontrarse. Que su padre no lo había entendido en absoluto ("¿no puedes pensar mientras trabajas?", le dijo), pero que los meses de dormir mal noche tras noche, de tener el estómago hecho un cisco, de tener crisis de ansiedad y seguir haciendo como si nada sucediera no le estaban haciendo ningún favor. "Necesito parar", me decía, "si no paro no puedo darme espacio para que las cosas sean diferentes, si no paro no puedo pensar, si no paro...".

Tan solo unas semanas después vino a verme a casa y ya no tenía ansiedad ni dormía mal ni le dolía el estómago. Estaba bronceado, hacía deporte, había dejado de fumar, estaba entendiendo quién era y cómo encajaba él en su propia vida, estaba cogiendo perspectiva. Me dijo que dejar el piloto automático era lo mejor que había hecho jamás.


Lo que suele pasar es que nadie se digna a salir del piloto automático hasta que no empieza a funcionar mal (o fatal) y está al borde del colapso.

 

Si no ocurre algo gravísimo, seguimos tirando millas como si fuéramos coches recién salidos del concesionario, incluso aunque ya llevemos unos años rodando (y accidentándonos, incluso) por todo tipo de terrenos.

Y lo mismo hacemos con nuestras empresas, tanto si acabamos de crearlas como si llevan tiempo en marcha.


2. Lo digno e inteligente es parar periódicamente

Para obtener esa comprensión, y conducir siempre un negocio que se ajuste a lo que necesitamos en cada época, es necesario parar. Puede que creas que piensas bien mientras conduces, y seguro que hay ideas creativas que aparecen, precisamente, cuando estás haciendo alguna otra actividad mecánica y rutinaria, pero las cuestiones profundas y complejas necesitan de una pausa. Un espacio.

Es necesario aclarar que "darse un espacio" no significa necesariamente ponerlo todo patas arriba (como mi amigo, que ya no podía más y lo mandó todo a tomar viento), y parar no debería suceder cuando llegamos al puro límite de nuestras fuerzas y cuando todo está empezando a derrumbarse.

Parar puede consistir sencillamente en dedicar unas horas, quizás unos días si te lo puedes permitir, a revisarlo todo con la máxima atención y estar dispuesta a hacer los cambios necesarios —pequeños y sutiles, seguramente— antes de que sea demasiado tarde. Como esas personas a las que les gusta ir al médico cada cierto tiempo para comprobar que nada va mal, o esas personas que no perdonan una limpieza general de su casa en cada estación y aprovechan para tirar lo que no sirve y reorganizar lo que queda.


A mí lo que me gusta es hacer La Revisión. Es decir, Revisar mi empresa. Es decir, hacerle un montón de preguntas. Exactamente 196. Siempre las mismas. Y pararme a responderlas, claro. 

 

En Oye Deb, cada verano, aprovechando la pausa de cambio de temporada, hago una Revisión Profunda del negocio. Le dedico una semana entera. Luego, una vez al trimestre intento hacer otras tres Revisiones de Control, a las que dedico nada más unas horitas, quizás medio día. Con estas revisiones pongo a punto la maquinaria y los objetivos, hago los cambios que tienen que ser hechos, descarto las cosas que no funcionan o que no rinden bien, y mantengo viva una empresa coherente y alineada con mis deseos (siempre cambiantes y espontáneos) a base de encenderla, apagarla y revisarla a menudo.

Es la única forma que he encontrado para conseguir realmente que mi trabajo, mi pequeña empresa, me haga feliz y no se desvíe del camino. Si yo evoluciono, si las circunstancias evolucionan y si el entorno evoluciona, mi empresa necesita actualizarse con esas evoluciones e ir evolucionando a la par, o de lo contrario dejará de funcionar bien o dejará de hacerme feliz. Una de dos. Y ninguna de las dos opciones es atractiva para mí.

Durante un tiempo pensé que lo que tenía que hacer era ir aprendiendo cosas (de aquí y de allá) e irlas aplicando sobre la marcha, pero eso no me daba buenos resultados porque eran como pequeños parches que iba poniendo uno sobre otro. Mis cambios no respondían a una visión general, no estaban meditados desde mi propia perspectiva, ni veían mucho más allá del momento presente.


Al final me di cuenta de que lo que me funcionaba era en realidad lo más sencillo: solo tenía que hacerme preguntas. No tenía que aprender nada más, no tenía que seguir buscando más y más conocimiento y más y más consejos que venían de fuera, solo tenía que hacerme las preguntas adecuadas. Así sabría si todo estaba correcto y entendería dónde hacía falta mejorar o qué quería cambiar.

 

¿Cómo te suena la idea de "parar" y hacerte preguntas? ¿Te hace ilusión o te da repelús? ¿Te hace ilusión pero nunca lo haces? Aquí pasa algo. Veamos qué.


3. El verdadero motivo por el que no queremos parar

Es muy fácil agarrarse al discurso social aceptado y decirnos a nosotras mismas que si no paramos es porque no tenemos tiempo, porque hay demasiado que hacer, porque no nos da la vida (e insertemos aquí el montón de cosas que aplican a nuestro caso en particular que nos colapsan y nos agotan). 

También es sencillo ponerse en modo salvadoras de la humanidad y justificar la carrera infinita con argumentos del tipo "si no lo hago yo no lo hará nadie" o "si paro esto se va al garete". 

Resulta autoconvincente pensar que somos muy eficientes, muy sacrificadas, muy trabajadoras y resolutivas y que siempre hacemos malabares con el mundo y salimos airosas. Después de todo, la empresa sigue viva, las mascotas y los niños también (igual las plantas ya es otro cantar, o nuestra vida social, o la sexoafectiva, o los espacios de autocontacto...). Quedamos muy bien con nosotras y con el mundo cuando nos ponemos en ese papel. 


La realidad es que no queremos parar porque no sabemos parar, porque el vacío que nos genera estar quietas es terrorífico. 

 

No sabemos quiénes somos sin hacer nada. 

No sabemos hablar —bien— con nosotras mismas. 

Nos molesta nuestra propia presencia. 

Y la mente se agarra al "si paras todo se derrumbará a tu alrededor porque nadie sabe hacer nada bien y todos te necesitan y tus clientas te esperan y si no publicas en Instagram dos días se van a olvidar de ti porque eres absolutamente insignificante", pero no te dice el "si paras te verás a ti misma y no te va a gustar lo que veas".

Bum. 

Eso era.

Sin embargo, tengo dos buenas noticias.

Una: cuando te miras de verdad, siempre te gustas más que cuando no te mirabas. Podría hablar de esto muchas horas, pero la realidad es que, por extraño que parezca, cuanto más te detienes a mirarte, más belleza y humanidad encuentras, y nunca menos. No es algo que me haya pasado a mí; es una verdad universal. 

Dos: en realidad, Revisar no es parar del todo, así que no hay peligro real.


4. Revisar no es parar del todo

No temas, hacerle preguntas a tu empresa no es lo que te imaginas que es, porque hacerle preguntas a tu empresa no deja de ser hacer algo. No te visualices en un retiro de silencio en lo alto de una montaña tú contigo misma sin ningún aparato electrónico ni un triste libro ni nada más que un poco de comida y agua. No es una travesía en el desierto. No es la noche oscura del alma. 


Sigue siendo algo productivo. Sigue siendo estar en marcha. Ni siquiera es estar contigo misma a solas porque, literalmente, estás con tu empresa. Las preguntas no son tanto para ti sino para ella.

Simplemente, debes responderlas tú. 

 

Lo que sucede es que, al final, el miedo aquí es prácticamente el mismo, ¿no lo oyes? Dice, "si paras verás realmente a tu empresa y no te va a gustar lo que veas". 

Porque mientras y tiramos millas, no tenemos la sensación de que todo está mal, no vemos los errores con detenimiento, no vemos los desajustes, los caminos equivocados, las posibles salidas, no recalibramos con calma. Tirar millas es tirar millas, y Revisar es algo completamente diferente. 

Hace falta un poquito de valor y ganas. Un poco de amor propio. Un deseo de habitar la realidad y no la fantasía. Y claro, veremos que hay desbarajustes y carencias, pero ¿sabes qué? También es la única manera de enamorarte verdaderamente de tu negocio. 

¿O es que acaso prefieres permanecer en esa versión idealizada e incompleta de tu realidad profesional?


5. La versión hipersimple: hazte esta pregunta infinitas veces

Si tuviera que hacer La Revisión a partir de una sola pregunta, apta para cualquiera y en prácticamente cualquier situación, elegiría esta: 


¿Para qué?

 

Cada vez que estuviera tratando de decidir cualquier cosa, lidiando con cualquier conflicto, peleándome con la dirección o el siguiente paso a dar, me preguntaría para qué lo estoy (o lo estamos, o lo están) haciendo. 

Y a partir de la respuesta, si no es suficiente —y no suele ser suficiente, lo normal es hacerla unas cuantas veces—, volvería a preguntar para qué. Así hasta que considere que llego a una respuesta que tenga el poder de hacerme ver algo que estaba obviando, o darme una solución o perspectiva nueva. 

Pongamos que me estoy planteando si dejo de usar Instagram para la empresa porque generar interacciones constantes está empezando a afectar a mi tranquilidad mental.

— ¿Para qué dejaría de usar Instagram?
— Para sentirme mejor y dejar de estar pendiente de generar contenido y contestar a la gente y chequear los likes y demás.
— ¿Para qué quiero dejar de estar pendiente de esas cosas?
— Porque siento que me juzgan y que no lo hago todo lo bien que debería.
— ¿Para qué me juzgarían?
— Para sentirse mejor ellas
— ¿Para qué tendrían que sentirse mejor?
— Para compensar su propio miedo.

Llegadas a este punto (o al que tú consideres adecuado) me cuestionaría si la compasión y la empatía que genera esa última respuesta es suficiente para poder seguir haciendo lo que hacía sin la incomodidad añadida. Si no fuera así, podría reformular la pregunta inicial, quizás dándole la vuelta. Y seguir con algunos "para qué" más.

Es un ejercicio sencillo pero que mejora cuanto más lo practicas, pues te vas acostumbrando a formular las preguntas con más precisión y a darte el tiempo de explorar las posibles respuestas que surjan.


Si quieres algo con más miga (aunque diría que es incluso más sencillo de hacer), sigue leyendo.


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