Vida Interior 5: ¿Qué pide tu cuerpo? (Y no es salsa)

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En la última entrega de Vida Interior te conté mis pequeños grandes cambios en mi perspectiva sobre el ejercicio y la alimentación. Al final, en lo que se traducen estas acciones es en algo muy mundano pero no por ello menos importante, al contrario, se dice que es lo más importante de nuestra existencia. Ya lo cantaban en la época de mi madre (y ella se encargaba de repetirlo mientras limpiaba la casa cuando yo era pequeña): “Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor; y el que tenga estas tres cosas que le dé gracias a Dios”.

Sobre el dinero y cómo conseguirlo desde un trabajo en el que te sientas conectada contigo misma llevo escribiendo los últimos años de mi vida, aunque una nueva perspectiva al respecto se ha abierto también este verano y, por tanto, será un tema a tratar un poco más adelante en Vida Interior. Y sobre el amor —por lo menos el amor más importante, que es el amor hacia una misma— también estamos hablando aquí toda esta temporada (¡a ver en qué consiste Vida Interior si no!).


Pero ¿qué pasa con esa tercera cosa tan importante? ¿Qué pasa con la salud?

 

Si tu aproximación al tema de la salud es completamente “científico” y no quieres salir de ahí, es decir, si prefieres creer que lo que te sucede a ese nivel es siempre cuestión de genética o de factores externos y quieres solucionarlo con doctores y medicación alopática, en lugar de cuestionarte el papel que tu mente o tus emociones puedan estar jugando en la enfermedad y el grado de interrelación que éstas pueden tener con el cuerpo, entonces quizás esta de hoy no sea tu Debsletter favorita. A mí me parece estupendo lo que tú quieras creer y nunca voy a cuestionarlo, como sabes, no estoy tratando de adoctrinar a nadie en nada sino de decir lo que siento y pienso tal y como lo siento y pienso.

Pero la salud es un tema delicado que pone a mucha gente en guardia, así que para hacerlo todo más sencillo voy a excluir de la ecuación los problemas de salud más graves y de difícil curación (aunque también podría hablar de ello y podrían estar perfectamente incluidos). Voy a usar como ejemplo únicamente esas cosas que, por ejemplo, se repiten desde la infancia, o que vienen a ciclos, que atacan cuando estamos más flojas y que siempre suelen ser las mismas. Me imagino que puedes pensar rápidamente en algo. Si no, ¡qué afortunada!


En mi caso, por ejemplo, desde pequeña siempre tuve problemas con la garganta. Los he tenido toda la vida y ahora de mayor también se repiten de vez en cuando.

 

Durante muchísimos años sufrí periódicamente inflamación de anginas, infecciones de anginas, todo lo que les pueda pasar a las anginas. Lo de no poder tragar era una sensación normal de mi vida. Lo de tener una pelota dolorosa atravesada en la garganta era habitual, me acostumbré a ello, tomaba mis antibióticos una y otra vez, se me curaban y simplemente esperaba hasta que volvía a suceder. Con mucha normalidad.

Un buen día, ya entrados los veinte, me empezaron a salir unos granitos por todo el cuerpo, primero por el pecho y luego se fueron extendiendo por todo. No me picaban especialmente, pero tenía el cuerpo plagado. Fui al médico de la mutua, descartó sarampión y cosas así, le dije que estaba tomando lo de siempre para las anginas, dijo que no creía que fuera eso, que debía ser alguna reacción a algún alimento o al calor o algo así, que esperásemos a ver si se iba.

Me fui a dormir, pero yo no lo veía normal así que al día siguiente me planté en urgencias. Me pasaron a toda velocidad en cuanto me vieron como si trajera al diablo dentro, me preguntaron si había tomado medicación, les dije que sí, que incluso hasta esa misma mañana y me empezaron a pinchar. Mucha gente corriendo a mi lado, mi madre con cara de susto, yo mareada y todo del miedo. Me dijeron que era una alergia a la penicilina (lo que llevan la mayoría de antibióticos) y que podía haber sido grave. Que nunca más antibióticos ni nada que la llevase.

¿Qué demonios iba a hacer ahora? Si era mi medicamento estrella, el que me había curado tantas veces, el que me sacaba las dichosas anginas de encima… Mi médica de cabecera de la seguridad social (porque al señor de la mutua no volví a ir), las siguientes veces que tuve anginas, probó con un par de alternativas. Antibióticos también, pero sin penicilina. Bueno, parecían funcionar.

Sin embargo a mí aquello me dejó un poco con la mosca detrás de la oreja.

Muchos meses después, ya en el último trimestre de la carrera, mientras hacía el trabajo final y los exámenes y demás, me sentía muy cansada. Dirás que era normal porque esa época evidentemente acarreaba mucho trabajo, pero no era normal. Era un cansancio extremo, me dormía en cualquier sitio, estaba sin fuerzas.

Después de pasar así bastantes semanas decidí visitar a un kinesiólogo al que había ido mi hermana unos años antes y que le había evitado la “obligatoria” operación de tiroides que le proponían los médicos alopáticos, ayudándole a curar para siempre un hipotiroidismo que se suponía que iba a ser crónico. Sí, un asunto crónico que en la medicina alopática curan con una extirpación y medicamentos de por vida se le quitó en muy poco tiempo con la medicina natural. Algunos dirán que es casualidad o se inventarán algo para justificar sus reticencias. En fin, lo mismo da, cada uno que haga lo que crea que le funciona, digo yo. Mi hermana se curó de algo “incurable” y eso es todo lo importante.

Entre otras cosas menores que me localizó, el buen hombre me dijo que mi flora intestinal estaba completamente destruida, que si había tomado antibióticos o alguna medicación de forma reiterada (sí, claro, antibióticos toda la vida cada vez que salía una infección de garganta) y que lo que me pasaba era que los alimentos no se digerían bien y no podía aprovechar sus propiedades. Los hongos habían colonizado mi aparato digestivo y se llevaban todo lo que les echaba, dejándome a mí sin nada y provocándome incluso un ligero principio de anemia.

Me dio una dieta estricta (temporal), oligoelementos y probióticos. En poco más de una semana volvía a estar en plena forma, pero seguí sus indicaciones durante un par de meses y recuperé mi vida.

Por supuesto, veté para siempre el uso de antibióticos. Como mi hermano tiene una tienda de dietética y herboristería (en Barcelona, id a visitarle) usé própolis y jaleas y hacía prevención todo lo que podía, y pasé algunas anginas de vez en cuando, sí, pero no demasiado fuertes ni repetitivas.

Unos años después, tras un periodo de ligeros altibajos de salud acumulados, pensé que algo no iba del todo bien así que me fui a la consulta particular de una doctora —sí, doctora en un centro de salud público, pero también homeópata—. La he tenido que visitar dos veces más desde entonces (nada que ver con las veces que tenía que ir al antes), así que sale a una vez cada tres años de media, cuando antes tenía como mínimo tres o cuatro anginas al año que me hacían hincharme a antibióticos.


Pero lo importante no es cómo me curo y con qué, ni si la homeopatía es agua con azúcar ni si es cuestión de creer en la medicina natural o no, eso da completamente igual. Estos son los remedios que yo elijo para mis heridas. Son solamente las tiritas. Tú puedes usar lo que quieras, lo que te de la real gana, porque la enfermedad es la consecuencia, no el origen.

Cuando llegas a la enfermedad, cuando ya ha salido a escena, lo que tienes que curar ya ha pasado, ya ha sucedido.

 

A fuerza de observar y de aprender he detectado los patrones que me llevan a tener anginas al día siguiente o al otro. He observado lo que las desencadena, he observado cómo reacciona mi cuerpo en ese preciso instante, cuáles son las primeras señales físicas, y gracias a eso, muchas veces logro pararlo ahí mismo. Esa noche me hago un brebaje vitamínico natural (limón, miel, jengibre, ajo, tomillo... dependiendo de lo que tenga a mano) y mientras me lo tomo reflexiono sobre lo que ha pasado y sobre cómo no va a necesitar escalar más y hacerme más daño, porque ya me he dado cuenta del mensaje. Ya lo estoy atendiendo.

Pongamos un ejemplo concreto. Digamos que he tenido una discusión con Arieh, quizás nos hemos gritado o quizás no pero me he sentido muy frustrada, incomprendida, rabiosa. He sentido injusticia e incapacidad de expresarme. Me he bloqueado. Al rato, un latigazo de energía contraída me recorre permanentemente la espina dorsal hasta llegarme al cuello. La parte trasera de la cabeza —la nuca, vamos— me duele como si me hubieran dado con una maza. Las anginas emiten una vibración sorda, preparándose para explotar.

Si en ese momento atiendo no al dolor físico y a la necesidad de pararlo —que también, por otro lado pero, de nuevo, eso solo es la tirita para estar más cómoda, porque obviamente no me gusta que me duela, pero es necesario para darme cuenta de lo importante que ha sido esa discusión para mí— sino justamente a eso, a lo que me ha pasado mientras estaba allí peleándome, y cómo me he sentido, y trato de limpiar todo eso, no haciendo como quien barre y echándolo a los lados sino realmente limpiándolo con cariño y cuidado, atendiendo a la herida que lo está provocando (y de esto ya hablamos hace unas semanas cuando te contaba sobre el lado oscuro de la mente) es probable que pueda controlar la inflamación y al día siguiente no despertar con unas anginas de caballo.

Y no quiero decir con esto que sea una superwoman controlaenfermedades, porque no, nada más lejos de la verdad. Pero específicamente, para esta enfermedad, como he tenido oportunidad de vivirla muchas veces y de analizarla al detalle, he resuelto el rompecabezas, he encajado el puzzle. Sé lo que va a pasar casi antes de que pase.


Si de repente un día me da algo que no he sufrido nunca, pon por caso, yo que sé, una infección de orina, pues no sabré reconocerlo de antemano. Pero lo que haré será tratar de entender si está relacionado con algo que me haya sucedido ese día o los días previos. Y quizás la próxima vez pueda parar la siguiente infección a tiempo. Y si no a la siguiente. Y si no, al menos, me habré entendido un poco mejor.

 

No sabía si contar esto porque no tiene que ver directamente conmigo y yo trato de no hablar de cosas que no sean propias, pero creo que es mucho mejor ejemplo que mis tristes anginas (yo es que no he tenido nunca nada más grave que el episodio en urgencias por la alergia a los antibióticos, así de sana estoy, afortunadamente). Arieh, mi pareja, socio en Oye Deb y persona con la que quizás has hablado si eres clienta de la casa porque su trabajo sucede en la trastienda, además de muchas enfermedades infantiles relativamente graves, desarrolló a los dieciocho años una enfermedad reumática rara que literalmente le estaba soldando las articulaciones por pura inflamación y le hacía muy difícil moverse o incluso ir al instituto. Él, que hacía deporte a saco, ahora se estaba paralizando.

Cuando se la diagnosticaron le dijeron que fuese mentalizándose de que a los treinta iba a estar en una silla de ruedas.

Como cualquiera puede imaginar, la idea no le sedujo especialmente, así que, después de comprobar lo que los médicos le proponían no le servía casi ni para eliminar el dolor, empezó un periplo de búsqueda alternativa, y probó muchísimas cosas —como, de nuevo, la homeopatía— que funcionaban durante un tiempo, aunque los síntomas luego volvían a aparecer. Fueron pasando los años. Él iba haciendo su vida normal pero era íntimo amigo con el dolor.

En una época en que la que estaba bastante mal en el hospital le recomendaron un nuevo tratamiento de inyecciones que estaba funcionando muy bien y que tenía que ponerse él mismo cada día. Cuando leyó el interminable prospecto, ya en casa, alucinó. Entre un millón de cosas, decía, literalmente, no que “podía llegar a causar cáncer” sino que directamente “había causado cáncer”.

Nunca se puso la primera, y siguió con lo suyo, comiendo hipersaludable, haciendo sus estiramientos cada día, tratando de hacerlo todo lo mejor posible y cuidarse mucho. Ya no se moría de dolor y hacía vida normal pero la espalda y las articulaciones vivían en estado de inflamación permanente.

No fue hasta que empezó a hacer trabajo terapéutico y a entender de dónde salía todo aquello que todos los síntomas desaparecieron para no volver. Ahora, a cada médico con el que se cruza se le cae la mandíbula al suelo. ¿Qué tomas para lo tuyo? Le preguntan. Nada, estoy asintomático hace años. ¿Nada? Nada. ¿Seguro? Sí.

Hace años que pasó la barrera de los treinta y no, no está en una silla de ruedas. Pero podría haberlo estado de seguir las recomendaciones de los médicos.


Y ya es la segunda enfermedad supuestamente crónica que veo desaparecer cerca. Eso sí, en personas que se preocupan de entender quiénes son y qué les pasa.

 

En el caso de que este tema de la conexión de la salud y la emoción te interese hay algunas lecturas que puedes hacer a nivel muy básico, como introducción: "La enfermedad como camino", "El cuerpo como herramienta de curación", y también investigar sobre medicina psicosomática.

Si quieres un recurso online donde empezar a explorar la relación cuerpo-emociones, te recomiendo el blog de Núria (a la que tengo el honor de haber ayudado en sus primeros pasos para sacar esto tan bonito y necesario que tiene entre manos).

Más allá de esto, si meterte en estos asuntos resulta demasiado para ti, simplemente prueba a prestar más atención a lo que te pasa, a cuándo te pasa exactamente y a lo que ha ocurrido y has sentido antes de que te pase.

Que tu cuerpo no funcione como debería es una señal de algo que no va bien y que afecta a todos los niveles, así que no está de más integrar también el cuidado de nuestro cuerpo más allá de la pura belleza —que eso sí, lo de las dietas y el deporte y las cremas y los cosméticos lo tenemos todas muy claro, pero esto otro ya no tanto—.


Y por aquí pasa el verdadero holismo, por entender que la mente, el cuerpo, las emociones, la salud, la belleza, el espíritu y todo lo demás se nutren de la misma forma y forman parte de lo mismo: si te olvidas de uno irás siempre a la pata coja.

 

La elección, como siempre, depende de ti.

Un abrazo,

 

 

 

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