Carta 11/2021 - El Silencio

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Este año he encontrado el silencio.

El año en que cambié una casa en medio del bosque por un piso en medio de obras monumentales, chatarrerías y lavacoches.
El año en que cambié el olor a tierra mojada por el del asfalto mojado.
El año en que cambié la luna y las estrellas brillantes por los cielos turbios.
La niebla de la mañana por el humo de los coches.
La pinaza, el musgo y las setas por las colillas, los meados y la basura.

Aquí, en medio de lo que cualquiera consideraría ruido, me he hecho amiga del silencio.

En estos doce meses, en los que se suponía que iban a bullir las actividades sociales —pues para qué una viene a la ciudad si no—, me he retirado.

Creeríamos que es por la necesidad de compensar el extremo ruido externo, y sí, de hecho, desde que estoy en la ciudad me he dado cuenta de que tengo cierta sensibilidad hacia el sonido y me he comprado unos pequeños tapones para las situaciones en las que hay demasiados estímulos auditivos a la vez y necesito reducir el volumen —lo bajan unos dieciocho decibelios, así que te permiten tener conversaciones—.

A veces me pongo música, pero no siempre quiero escuchar música: a veces solo necesito ser capaz de escuchar mi propia respiración.

Pero hacer silencio no es desconectar tu WhatsApp, ni desinstalar Instagram, ni pasar horas meditando, ni irte a un retiro en la naturaleza, aunque puede incluir todo eso también, si así lo quieres o si sientes que te ayuda.

Hace un par de semanas, yo misma me fuí cuatro días a Montserrat con Tyler (mi amigo perro, por si no lo conoces aún) y fue estupendo poder alejarme de las rutinas y los espacios habituales y dedicarme a la vida contemplativa.

Sin embargo, la vida contemplativa no es exactamente posible de llevar a mi vida real. Es decir, en mi día a día no puedo pasear horas por entornos más o menos solitarios y encontrarme con cabras montesas, ni escuchar a un coro de niños cantar en directo mientras medito, ni pasar el día sin decir más que una o dos palabras, ni dedicarme solo a escribir y leer y pensar.

No puedo trasladarlo tal cual, pero puedo hacer espacios en los que las cualidades de esa vida contemplativa puedan tener lugar en mi vida real no tan contemplativa.

Puedo ir a la playa temprano, pasear por el parque, darme hueco para escribir, bailar, leer. En fin, que, por supuesto, hay maneras. Pero hay que hacer un esfuerzo extra para darles espacio. Para darte el permiso, más bien. Para que cada vez que se te ocurra algo placentero y gustoso para ti no venga tu mente productiva a decirte que deberías estar haciendo otra cosa. Para que, cuando recibes señales de que estás demasiado cargada, las atiendas y encuentres la vía de descargar.

Ayer, por ejemplo, quedé con dos personas (una detrás de la otra) por la mañana y por la tarde al salir de la escuela teníamos una fiesta de cumpleaños infantil, así que llegué a casa agotada por el esfuerzo social y preparando a Ray para la cena y la cama fui muy desagradable porque estaba ya sobrepasada.

Todavía no tengo muy claros mis límites, todavía no detecto cuándo mi cuerpo está empezando a sentirse incómodo de hablar y escuchar y tener la atención puesta fuera.

No le pillo los avisos, o los ignoro (estoy muy acostumbrada a ignorarme) y me cargo tanto que solo me doy cuenta cuando es demasiado tarde. Pero estoy aprendiendo. Estoy atenta. Y me permito irme cuatro días a Montserrat o dejar a mi familia en casa un domingo en el que cae el diluvio universal para irme a un parque de la otra punta de la ciudad y recorrerlo, durante horas, empapada hasta los huesos.

Alguien preguntaba a alguien hace unos días en Instagram cómo hacer para quererse más a una misma. La respuesta fue simple: conociéndote, pues no puedes amar a alguien a quien no conoces. Y aunque no es verdad, pues bien sabemos todas que es perfectamente posible amar a personas a las que no conocemos realmente (gracias a nuestra capacidad de rellenar huecos e imaginar, idealizar e ignorar lo que no conviene), sí es cierto que esa debería ser la aspiración máxima en cualquier relación, sobre todo la que tenemos con nosotras mismas.

Yo no sé todavía cuánto me conozco. Hay días en que me parece que mucho y otros en que me parece que poco, pero lo que sí sé es que estoy aprendiendo a quererme.

Me traiciono muchas veces, me pongo las cosas difíciles, me niego lo que sé que necesito, caigo en mis propias trampas una y otra vez. Pero también intento tener el oído afinado para escucharme.

Y el oído (o el alma, o la intuición, llámalo como quieras) no me escucha si no hago silencio.

Si conocerme es la vía para quererme.
Y si para conocerme la vía es hacer silencio.
Entonces hacer silencio es la vía para quererme.

Y en realidad, este año estoy aprendiendo a quererme.

Un abrazo,

 

 

 

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