Carta 12/2021 - Almudena

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Escuché decir a Almudena Grandes, en un acto en el que participó junto a su marido Luis García Montero (poeta y director del Instituto Cervantes, luego vuelvo a este matrimonio), que quien se quejaba de que la prensa invadía su privacidad y no podía hacer nada al respecto estaba mintiendo, pues cada uno tenía el poder de elegir qué relación con la fama deseaba tener. Contaba que cuando salió “Las edades de Lulú”, su primera novela y éxito inmediato, pasó un tiempo en que decía que sí a todas las propuestas de coloquios, entrevistas y eventos, hasta el punto en que un día se preguntó: pero a ver, ¿yo qué quiero ser, famosa o escritora?


Eligió ser escritora.

Descubrí su obra cuando rondaba los treinta. Un día, buscando algo que leer en una visita al piso de mis padres, encontré un libro que le habíamos regalado mi hermana y yo a mi madre. Imagino que lo compró mi hermana porque ya conocía a la autora, pero no sé si mi memoria me quiere engañar haciendo que me recuerde en la FNAC de Plaça Catalunya, eligiendo entre las novedades un libro para mi madre por la foto de portada, curiosamente similar a algunas de las que había en una vieja caja de costura acolchada que ha sido depositaria de nuestro álbum familiar.

Sea como fuere, ese libro acabó en la biblioteca de nuestro pequeño piso de barrio construido en los 60 para acoger a los emigrantes de provincias —precisamente uno de los temas del sexto y último volumen de sus “Episodios de una guerra interminable”, titulado “Mariano en el Bidasoa”, el único que le quedó por escribir—. Así que después de mucho tiempo de no haberle dado ninguna importancia, “Inés y la alegría” me llamó desde el armario (sí, mis padres tienen un armario lleno de libros), y yo le respondí. Lo leí, primero al sol del balcón de mi familia, luego al sol de mi propio balcón, unas pocas calles más allá pero en otro barrio distinto, aunque igual de obrero.


Y allí, bajo el sol, y diría que por primera vez en la vida, me di cuenta de que leía unos párrafos y tenía que parar, con los ojos cerrados, a integrar lo que estaba leyendo. No por su complejidad, sino por su belleza. Y no por su belleza poética, sino por su belleza humana.

 

Almudena Grandes era una escritora de personas para personas. Los ríos de complejidades con los que se atrevía a cargar a sus personajes, las capas y capas de sedimentos que depositaba cuidadosa en ellos con unas pocas frases me producían muchas veces cosquilleos incontrolables. Detenía la lectura, volteaba el libro sobre el regazo y dejaba que el escalofrío me recorriera entera.

Ella dijo en esa misma charla que se lo debía todo a sus lectores. Esto es algo que se suelta habitualmente con mucho desparpajo, pero actuar en consecuencia es harina de otro costal. Sin embargo, esa era su harina. Para una de las pocas personas en nuestro país que han podido vivir exclusivamente de su escritura durante toda su carrera, antes iba no llegar tarde a la firma de libros que atender a una televisión. ¿Quién me da de comer?, se preguntaba. Y obraba según la respuesta. Creo que es una buena referencia para todos los que trabajamos para un cliente, que en realidad son muchos, a los que no vemos y con los que, por lo general, no hablamos.

A veces me han preguntado con qué persona famosa, viva o muerta, me gustaría hablar o irme a cenar. Yo siempre pienso en Almudena Grandes. Estábamos a un solo grado de separación, así que llegué a fantasear con pedirle que fuera mi mentora (yo que, en realidad, no he escrito ni un libro ni medio, así que me lo sacaba de la cabeza como quien aparta una mosca molesta). Me imaginaba escuchándola y absorbiendo todo su saber, su ética, su disciplina y su compromiso férreo con la Literatura y la Historia. En cambio, nunca me salió investigar sobre su vida privada.

Solo recientemente supe con quién estaba casada, y en aquel coloquio —ese que ya he citado tres veces— los oí, a ambos, hablar de su relación. Ella contó lo importante que le parecía estar con alguien que no solo entendía la literatura de la misma forma que ella sino que también escribía, y añadió como quien no quiere la cosa que no había amor sin admiración (de hecho, especificó que ella podía tener una aventura con un señor al que no admirase o que viese el mundo de otro modo, pero no construir un proyecto de vida juntos).


Sentí las palabras rebotando por el interior de mi cuerpo y casi saliendo de mi boca sin haberlas dicho yo en realidad.

Ahí comprendí algo importante, pues esa sensación que tuve al escucharla, y la que tengo al leerla siempre, es la que algunas personas me dicen que valoran de mi escritura: la capacidad para poner palabras a lo que sucede a muchos pero no todos consiguen nombrar.

Y aunque me gustaría que estas líneas de hoy hubieran podido llegar a ella cuando las podía leer, recojo sus palabras sólidas y sentidas, pero lanzadas al aire en un evento cualquiera, y elijo convertirlas en harina de mi costal, dándome permiso para detenerme a apreciar de corazón las líneas que me llegan cuando alguien siente algo hacia mi trabajo y es tan valiente o tan poco perezosa como para dedicar unos minutos a decírmelo.


Viva o muerta y sin querer o queriendo, qué mujer, me enseña siempre a vivir escribiendo.

Arieh me contó también, hace solo unas semanas, que su hija Elisa (la que tenía en común con Luis), le salió muy de derechas. Falangista, nada menos. Ese dato me dejó patidifusa durante días y fabriqué en mi cabeza una historia no exenta de drama en la que, al fin, Almudena acababa entendiendo la metáfora que la vida le ponía delante y se reía muy fuerte. Porque ella, como decía mi abuela de sí misma, era roja, roja como la sangre.

Gracias a los Episodios me conecté con una parte de la historia de mi propia familia y con una parte de la historia de mi propio país, ambas enterradas de formas nada sutiles, como con un desinterés, una dejadez impropios de semejantes asuntos. Almudena era historiadora y conocía muy bien lo que significa la memoria, la diferencia que hay entre contar algo y no contarlo, entre contarlo de un modo u otro y entre contarlo una vez o muchas, aunque fuera de diferentes maneras (aburrir a su público no estaba entre sus planes).


Sé que a muchos nos abrió los ojos de la nuca, esos que miran atrás sin que por ello dejemos de mirar adelante, pero que nos evitan caer una y otra vez en los mismos catastróficos errores.

Yo creo que, de fondo, los Episodios tenían esta voluntad, la de retratar con tantísimo amor un momento histórico tan terrible y con unos tentáculos tan largos, para que recordemos, todos, que algo así no puede suceder de nuevo.

Llegué a verla en persona, una vez, en el festival MOT, en Olot. Mirando con los ojos de la nuca ese día en ese auditorio, me recuerdo extasiada, sonriente, feliz, sin querer estar en otro lugar en el mundo que no fuera esa silla incómoda a unos cuantos metros de Almudena Grandes mientras ella hablaba de cualquier cosa. No me pasa mucho, pues no soy de idolatrar a nadie. Claro que en realidad no es idolatría lo que siento por ella sino admiración, ya sabes, el preludio del amor, el que sostiene en el tiempo los altibajos de una relación de igual a igual, de corazón a corazón.

Su corazón tocó a muchos cientos de miles, y seguirá tocando a cientos de miles más. Los cientos de miles que sabemos a qué huele un barrio, que, estando o sin estar en él, todavía nos paseamos bajo la ropa tendida, comemos pipas sobre un muro y gastamos los zapatos en descampados, hasta que oímos la voz de nuestra madre chillando nuestro nombre por el balcón, señal para dejar de jugar al bote o a la lima y subir a comer, mientras el olor a sofrito te alcanza ya desde la portería, mezclado con la fritura de pescado de los del primero y la tortilla de la madre de Juan, el del bajo. Los cientos de miles con padres y abuelos heridos o muertos o desaparecidos, del bando que sea, en una odiosa guerra interminable.


Interminable, por si se nos olvida, significa que no ha acabado. Quizás podríamos aquí cerrar los ojos un momento y dejar que el escalofrío nos recorra sin prisa.

Esta noche he tenido un sueño que empezaba en el patio de mi colegio. Al rato, el patio era un auditorio y yo salía a leer un elogio fúnebre para Almudena Grandes. Me he despertado con las últimas frases en la cabeza, y pretendía dormirme de nuevo, pero algo me pedía sentarme a escribirlas. Eran algo así, y luego ha venido todo el resto:

"Almudena es ahora parte del viento y de la tierra. Está en todos los lugares que amó y junto a todos los que la amaron. La siento sobrevolando el Valle de Arán, deteniéndose en Bosost, alcanzando Toulouse, bajando a la sierra de Jaén y a la costa gaditana, sin olvidarse de su amado Madrid, disfrutando todos los escenarios por los que anduvieron sus personajes y los personajes reales de la historia que tanto adoraba. La imagino ahora, sin ser ya quien era y no siendo nada distinto, en ese lugar en el que no hay nada y lo hay todo, en el que no existe el espacio ni el tiempo, accediendo a voluntad a todas las escenas de su mente y de nuestra realidad humana compartida, entendiendo todo lo que a los de aquí se nos escapa, luminosa y poderosa, convertida en Historia.

Confío en encontrarla en alguna otra ocasión, quizás cuando podamos sobrevolar juntas el Pirineo, admirándonos, interminables, de igual a igual."



Un abrazo,

 

 

 

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