Carta 4/2021 - Mary Oliver

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“En Ohio, en la década de 1950, un puñado de amigos me mantenía cuerda, alerta y leal a mis mejores y más disparatadas inclinaciones. Mi pueblo no demostraba ni mejor ni peor disposición hacia la realidad de la poesía que cualquier otra pequeña localidad del país: no represento un caso excepcional de infancia solitaria. Distanciarme de las convenciones de aquella época y lugar fueron un requisito inevitable, sin duda, para vivir la vida que estaba eligiendo de entre todas las vidas posibles a mi alcance.

Por supuesto, a ninguno de mis amigos lo conocí del modo habitual: eran desconocidos y sólo vivían en sus escritos. Pero no por ser amigos fantasmales eran menos fieles, influyentes y asombrosos. Es decir, decían cosas asombrosas, y para mí aquello transformó el mundo.”

Así empieza la pieza titulada “Mi amigo Walt Whitman”, contenida en el libro La escritura indómita, de Mary Oliver, una de mis elecciones (la mejor) del pasado Sant Jordi —Día del Libro—. Igual la mejor del año, ya lo avanzo.


Yo no había leído nada de Mary Oliver y no sabía nada sobre ella. Fue una de esas veces en las que el libro te llama (no a gritos, más bien en susurros) desde la estantería de la librería, lo tomas entre tus manos y, sin saber por qué, sin siquiera ojearlo, asumes el riesgo.

Unos días después, con otros varios libros a medio leer, y ya metida en la cama, lo sostuve entre mis manos, y me vi a mí misma como en una especie de liturgia íntima, como si algo más allá de mi conocimiento supiera que ese era un momento importante y me invitase a tomar aire —lo hice—, soltarlo despacio —también lo hice— y prepararme para abrir una puerta sin destino conocido.


No me había pasado antes. El gesto de abrir un libro era tan habitual, tan constante, tan mundano que estaba desprovisto de cualquier ceremonia.

El prólogo es de Elena Medel, escritora y editora, antigua lectora de Oye Deb (no sé si sigue por aquí, si es que sí, Elena, que sepas que tu nombre en la portada me ayudó a tomar el riesgo), y en él describe el libro como un trenzado entre la literatura, la naturaleza y la vida. De haberlo leído en la librería no hubiera sentido riesgo ninguno, sino la certeza de que no podía no ser para mí.

Y Mary arranca el libro con un golpe sutil pero certero sobre mi mesa, exigiendo más de mí de lo que quizás sea capaz de dar jamás:

“De esto no cabe duda: el trabajo creativo exige una lealtad tan absoluta como la lealtad del agua a la fuerza de la gravedad. Aquel que atraviese los territorios salvajes de la creación y no sepa esto —no lo asimile—, estará perdido. Aquel que no anhele ese espacio a cielo descubierto que es la eternidad, debería quedarse en su casa. Una persona así es perfectamente válida, y útil, e incluso excelente, pero no es un o una artista. Una persona así viviría mejor con ambiciones puntuales y tareas consumadas, engendradas tan solo por la chispa del momento. Una persona así haría mejor en abandonar y pilotar un avión.

Existe la creencia de que las personas creativas son despistadas, imprudentes, desconsideradas con las costumbres y las obligaciones sociales. Por fortuna, es cierto. Porque viven en un mundo completamente distinto. En un mundo donde gobierna el tercer yo. La pureza del arte tampoco es la inocencia de la infancia, si es que tal cosa existe. La vida durante la niñez, con sus berrinches y vaivenes, no es sino hierba para el caballo alado: ha de ser bien masticada por sus dientes primitivos. Hay diferencias irreconciliables entre reconocer y examinar las fabulaciones del propio pasado y disfrazarlas como si fueran motivos adultos, aptos para el arte, cuando nunca lo serán. El artista trabajador y concentrado es un adulto que se niega a que lo distraigan de sí mismo, que se mantiene absorto y motivado en y por su trabajo, y que es, por lo tanto, responsable de dicho trabajo.

Así pues, las interrupciones graves del trabajo que puedan ocurrir una mañana o una tarde cualquiera no son las inoportunas, felices o incluso deseadas que nos causan los demás. Las interrupciones graves provienen del ojo vigilante que cernemos sobre nosotros mismos. ¡Ahí está la ráfaga de viento que desvía la flecha de su objetivo! Ahí está el freno que echamos a nuestros propósitos. ¡Ahí está la interrupción digna de temor!

Son las seis de la mañana y estoy trabajando. Soy despistada, imprudente, desconsiderada con las obligaciones sociales, etcétera. Así es como debe ser. La rueda se pincha, la muela se cae, habrá cien comidas sin mostaza. El poema se escribe. He luchado contra el ángel y estoy teñida de luz y no siento vergüenza. Ni culpa. Mi responsabilidad no es ni lo ordinario ni lo puntual. No contempla la mostaza ni las muelas. No abarca el botón perdido, ni las alubias en la cazuela. La lealtad se la debo a la visión interior, cuandoquiera y comoquiera que surja. Si tengo una cita contigo a las tres en punto, alégrate si llego tarde. Alégrate más aún si ni siquiera llego.

No hay otro modo de realizar un trabajo con valor artístico. Y, para el que se afana, un eventual éxito lo compensa todo. Las personas más pesarosas del mundo son aquellas que sintieron la llama creativa, las que sintieron su propio impulso creativo, obstinado e inquieto, y no le dedicaron ni esfuerzo ni tiempo.”

Y así, con la respiración retenida, tratando de procesar en palabras ajenas todo lo que yo siento sobre mí pero no me atrevo a vivir, recordé, de repente, que yo, en realidad, sabía quién era Mary Oliver. La había escuchado (no por completo), hacía unos años en On Being. La escuché recitar un poema que me emocionó, y la escuché hablar de la naturaleza de un modo muy cercano a mi propio sentir, pero la ignoré como ignoraba todo lo que no fuera narrativa.


No quise profundizar, no quise detenerme.

No era mi momento.

A esta amiga mía la necesitaba ahora.

Ahora que la naturaleza se siente lejana.

Ahora que el arte reclama su espacio y la losa del deber le impide hallarlo.

Ahora que no puedo dejar de ignorar lo que soy, pero debo encontrar la forma de unir lo que soy a lo que tengo.

Ahora que necesito dejar de pedirme perdón por querer existir de otro modo.

Hace unos días (antes de Mary Oliver) Ray estuvo dos semanas enfermo sin ir al colegio, y tuvimos algunos días muy complicados en casa. Después de una discusión tremenda con Ari, o más bien en medio, me sentía tan desbordada que no pude hacer otra cosa que tirarme al suelo. No lo pensé, solo me dejé caer, rendida, en medio del pasillo. Permanecí mucho rato inmóvil mirando al techo, sin tratar de hacer nada más que esperar. Esperar a poder recomponerme. No sé cuánto tiempo después, en vez de mirar las formas de la madera del techo, giré la cara a la derecha y me encontré en la estantería que toca al suelo, de frente con Hojas de Hierba, un libro que compré hace muchos años pero leí a trozos y mal (lo mío con la poesía no es amor todavía).

Abrí por cualquier lugar y leí, en medio de la página:

“Me han vendido los traidores;
hablo de manera insensata . . . he perdido el
juicio . . . yo y nadie más soy el traidor más grande,
fui el primero en llevarme al promontorio . . . mis propias
manos me llevaron allí.”

Si la traidora soy yo, no hay nadie a quien culpar.

Si no hay nadie a quien culpar, dejo de ser una víctima.

Si dejo de ser una víctima, debo apropiarme de mi vida, tomar responsabilidad.

Y desde ahí, la libertad de ser quien soy no puede sostenerse en más excusas.

Además, unos días antes del encuentro con Whitman, canalicé un mensaje para mí (en otra Carta, quizás, hablemos de esto). Pregunté cómo hacer para acceder a mi ser verdadero en lo creativo, ya que me sentía con muchas dificultades —o con demasiadas excusas—. Recibí:

“No, YA ERES, no hay dificultad. Tu dificultad es que no te lo crees y quieres seguir haciendo y haciendo y haciendo. Despójate de todo, ¿qué te queda? ¿Quién serías sin nada, sin nadie? Esa salvaje eres tú, ese es tu regalo. No te civilices. Araña y ronronea. Cloe te lo regaló.”

Este hacer y hacer y hacer del que me hablan (del que me hablo, también), no es el hacer creativo de sentarse a las seis de la mañana a escribir el poema y no permitir distracción —especialmente la propia—. En mi caso, el hacer de toda mi vida es precisamente el encaminado a domarme, a asimilarme, a fundirme con el resto. Y a evadirme de mí. Así, en ese hacer constante, me vuelvo el ser que no soy, el que debería, más bien, pilotar un avión. El que, de hecho, y a mi pesar, cada día pilota un avión.

Despojada de todo solo queda lo natural, lo salvaje. Lo que una gata geniuda y amorosa sabía perfectamente: si te gusta, ronroneas; si no te gusta, bufas y arañas. Tu cuerpo lo sabe antes que tú.

¿Quién creó al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién dio forma al saltamontes?
Me refiero a este saltamontes,
el que acaba de saltar en la hierba,
el que ahora come azúcar de mi mano,
el que mueve las fauces de atrás para adelante y no de arriba abajo,
el que mira a su alrededor con enormes ojos complicados.
Ahora levanta una de sus patas y se lava la cara cuidadosamente.
Ahora de pronto abre sus alas y se va flotando.
Yo no sé con certeza lo que es una oración.
Sin embargo sé prestar atención
y sé cómo caer sobre la hierba,
cómo arrodillarme en la hierba,
cómo ser bendita y perezosa,
cómo andar por el campo,
que es lo que llevo haciendo todo el día.
Dime,
¿qué  más debería haber hecho?
¿No es verdad que todo al final
se muere, y tan pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

El día de verano, Mary Oliver.

 

Amiga, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

Un abrazo,

 

 

 

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