Carta 4/2022 - Una confesión

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Como dice la Pantoja, hoy quiero confesarme.


Existe un género literario que se conoce como "confesión". Lo inauguraron señores antiguos, San Agustín de Hipona primero y Rousseau después. He dicho muy alegremente que es un género, pero hay poco acuerdo en lo que son géneros y subgéneros y no hay un mapa consensuado al que podamos agarrarnos sin hacer debate, así que me quedaré solo con la idea de que el género confesional se considera de algún modo el precursor del género autobiográfico, por más que, en la actualidad, parezca más un subgénero. El hijo se comió al padre, como suele suceder (y menos mal, también, si fuera al revés la evolución humana sería un despropósito).

Dice María Zambrano en "La confesión: género literario", que la acción que la confesión ejecuta cuando atina es una acción trascendente, un puente que se abre entre la soledad de quien escribe y la comunidad a la que habla.

 

Bueno, pues yo hoy vengo con una confesión. Es una confesión porque no se lo he dicho más que a un par de personas, que por suerte lo han considerado gracioso y no tan raro. A mí me da un poco de vergüenza pero creo que me define tanto que por qué seguir ocultándolo. A veces me dedico a averiguar dónde vive la gente.


Acabo de hacerlo, hace un rato. Estaba navegando por YouTube y me ha aparecido un vídeo de una chica americana (a la que no había visto nunca) que acaba de empezar a vivir sola en NYC. He abierto porque la foto de la portada era ella en un apartamento que parecía de un rascacielos con unos ventanales enormes y para mí todo lo que sean casas llenas de luz es un clic seguro. He visto su rutina de paseo de perro, de toma de refrigerios en el parque, de hacerse la comida, de ir al gimnasio, al trabajo a por un cargador de portátil olvidado y demás. No había acabado el vídeo que ya he tenido que parar, con el corazón acelerado, entusiasmada, pensando en descubrir cuál sería su dirección exacta.

Esta vez no ha sido difícil, me ha costado unos quince o veinte minutos. He podido acotar bastante porque sale a pasear al perro en Madison Square Park, así que he supuesto que debía vivir por los alrededores. Desde ahí, un par de pistas: el rascacielos que se ve frente a sus ventanales y el lugar por donde ve ponerse el sol sobre el río. Si miro Madison, y calculo la dirección del sol en Nueva York, sé que ese río que veo con destellos anaranjados es el Hudson, y no el East. Y entonces solo me queda buscar ese rascacielos en particular y ver qué otro edificio alto está junto a él en la dirección correcta. Por último, chequear el tipo de ventanales (que en este caso hacen esquina y tienen un tipo de división particular). Y voilá, localizada.

 

No es ni de lejos mi mejor tiempo. Hace poco lo hice con una escritora madrileña del mismo modo, con las vistas desde su edificio, en cinco minutos. Otro día, la mujer de un famoso que lleva a sus hijos al cole de Ray (y por algunos comentarios previos me figuraba que vivía cerca del mismo) subió una foto del balcón de sus vecinos, así que en un segundo tenía la calle cerrada. Luego tuve un fracaso con otro famoso que vive en la misma zona, aún no he logrado la triangulación. Y no veas qué rabia. (Actualización, un mes después: ya lo tengo, solo hizo falta un vídeo desde el interior en el que se veía la forma de las ventanas y la vista).

Me parece obvio decir que no tengo ningún ánimo acosador, es decir, jamás iré a encontrar a nadie en la puerta de su casa, pero lo vivo como un reto a mi capacidad de búsqueda. A mi inteligencia y mis recursos. Me hace sentir como una agente secreta y eso me hace feliz. Durante unos minutos, al menos, soy Sydney Bristow y además lo soy sin correr ningún riesgo.

 

Así que sé dónde vive mucha gente. Gente famosa y gente no famosa, me da igual. Con unos pocos datos y alguna imagen precisa, armada tan solo con mi aplicación favorita de todos los tiempos, es decir, Google Maps + Google Earth, te encuentro lo que haga falta.

 

Bueno, igual me estoy viniendo muy arriba. He tenido algunos fracasos también, pero sigo insistiendo. Tarde o temprano recibiré una buena pista: sacarán un stories con su portería, con la panadería de enfrente, con la esquina donde aparcan el coche. O deduciré cuál es su casa por la forma de su jardín y la posición de su piscina. Todo lo que quede de puertas para afuera, es susceptible de darme la respuesta.

He de decir que esto no me viene por mi interés por las personas, al contrario. Mi interés es por los edificios, por las calles, por el mapa en sí. Por el thrill de la victoria. Las personas son solo las proveedoras de pistas, con su manía actual de retratar todo lo que las rodea. Y mi capacidad se empezó a desarrollar joven, cuando no había ni redes, cuando no tenía más que los datos aleatorios que soltasen al aire y un callejero de bolsillo (también me gustaban mucho las Páginas Blancas, las Páginas Amarillas, las guías turísticas). Siempre he amado los mapas y desorientarme es la mayor frustración que puedo vivir. Si estás conmigo y te das cuenta de que me he despistado con las direcciones, aunque estemos en una ciudad nueva para todos, me verás hervir por dentro. De hecho, lo que me da es susto. Y vergüenza.

 

El otro día, pensando en esto, me di cuenta de que no sentí que la casa del campo era mi casa hasta que no hube reconocido y recorrido todos los caminos, grandes y pequeños, de alrededor. Hasta que no entendí el territorio. Si no me agarro al territorio, todo se tambalea.

Supongo que por eso esta vuelta a mi barrio ha sido la transición vital menos traumática y más rápida que he vivido jamás: conozco cada esquina de cada calle y cada baldosa mal puesta, el nombre de cada plaza y hasta los árboles que hay en cada parterre. Lo conozco todo, y así, el mundo se estabiliza.

Esta habilidad, o esta obsesión, como una quiera llamarle, la he entrenado mucho por motivos muy mundanos. Sobre todo, porque llevo años mirando casas y pisos y básicamente rastreando el mercado inmobiliario no solo de Barcelona sino de Cataluña en general. Bueno, y más allá. Lo miro todo. Hasta en otros países. No porque vaya a mudarme, sino porque me gusta imaginar que lo hago. Por desgracia, en muchos anuncios no ponen la dirección, sino un radio aproximado. Y muchas veces miro propiedades rurales que no tienen ni dirección propiamente. Así que me he espabilado a buscar a través de los detalles de las fotos y cotejándolos luego en Google Maps. Da igual que nunca vaya a alquilar esa casa: quiero saber dónde está antes de decidir si me gusta. Cuando la localizo, calculo la distancia desde nuestra casa a esa casa en cuestión y veo las rutas posibles. Veo a qué distancia tiene una biblioteca. Un transporte público. Una piscina, o un lago, o el mar. Qué casas tiene al lado. Qué tiendas, si las hay. Cómo le da el sol a lo largo del día. Todo lo que importa.

 

Y así, en estos lances, se me pasan las horas. Es verdad que es una forma de perder el tiempo, pero, qué quieres que te diga, tanto mejor que muchas otras. Por cierto, si quieres probar pero sin acosar a nadie, existe este juego. Y si piensas que estoy loca, hay personas que son jugadoras profesionales de Google Maps.

Yo no tengo intención de memorizar cómo son los bolardos, las farolas o los tipos de asfalto de Madagascar, Siria o Malasia Occidental, pero me gusta hacer mi aproximación con tranquilidad, con una mezcla de intuición, conocimiento, recursos y tiempo. Así que no te quepa duda de que seguiré jugando a la espía de pacotilla cada vez que tenga el cerebro colapsado y alguien me enseñe un pedazo de la vista desde su balcón en redes sociales.

Después de todo, he sido rarita siempre. Lo que pasa es que he decidido dejar de esconderlo. Igual ya era hora.

 

Un abrazo,

 

 

P.D.: Hoy es el cumpleaños de mi madre y hace quince años de la primera vez que Ari y yo quedamos para tomar un zumo de piña y al día siguiente nos despertamos los dos (cada uno en su casa) con fiebre y anginas. Esta semana hemos estado los dos con fiebre y anginas y Ray ha estado ingresado dos noches en el hospital por primera vez en su vida (no worries, nada demasiado horrible). El viernes cumple cinco, y yo cinco de madre. Vaya viaje, chavalas. Suerte que tengo los mapas y los libros para evadirme de vez en cuando.

 

 

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