Carta 6/2021 - ¿Para quién vivimos?

cartas

 

Ahora que Rafa Méndez vuelve a estar en la tele, y que pienso en lo que me pasó el martes, me viene a la mente lo de “vaya cagadote” (entre otras expresiones escatológicas que el hombre utilizaba en el concurso de baile Fama).

Y es que no solo me olvidé de escribir una Carta para el martes pasado, cosa que no habría sido mayor problema, puesto que el compromiso de escribir cada martes es una convención que se puede contravenir cuando haga falta, sino que la ausencia de esa Carta me impidió compartir el enlace para acceder al Backstage con Txell Costa con vosotras y, para rizar el rizo, me pasé la mañana respondiendo correos y para cuando llegó la hora del directo se me había pasado completamente.

Por suerte, Txell comprendió, y aunque pensamos en buscar otro día, decidimos seguir adelante solas. Y, así, sin público, sin peinar, avergonzada y tratando de procesar lo que me había pasado en realidad para que esa concatenación de cagadas se sucedieran —ya darían para otra Carta en particular—, tuve una conversación con Txell mucho más relajada, mucho más íntima, mucho más yo. Y quizás también mucho más ella, no lo sé (quién soy yo para decir algo así de otra persona, claro).

Y gracias a eso me he dado cuenta de que si vuelvo a hacer entrevistas más adelante, quiero hacerlas sin público (especialmente si son para contar cosas que requieren tiempo y mimo y atención).


Por ahora, cerramos esta serie de Backstages con este último episodio, con Txell Costa como invitada. El raro y accidentado. El de los aprendizajes.

Y es que los aprendizajes están en todas partes para tomarlos. O para ser capaz de verlos, porque, en realidad, muchas veces aparecen entremezclados con tanta información irrelevante que se vuelven invisibles.


Hace unas semanas, después de terminar la sesión en directo con mis alumnas de El Ideatorio, al abrir YouTube para subir la grabación, me encontré con un clip de un nuevo programa de baile de la televisión pública donde ha vuelto a escena el mencionado Rafa Méndez.

No era momento para verlo, pero estamos hablando de mí, la persona que, en su último trabajo por cuenta ajena, veía Fama religiosamente cada mediodía y en una publicidad salía corriendo de su casa para llegar al trabajo antes de que terminasen los anuncios, ya que se había descargado un programa para poder ver la tele en el ordenador del despacho, a la vez que chateaba con una de sus mejores amigas para ir comentando la jugada.

Estamos hablando de la persona que considera absolutamente imposible reprimir las lágrimas cuando ve a Billy Elliot contestando al jurado o bailando por las calles de Everington (no volveré a ponerte un gif de Billy como en la Carta anterior, pero podría).


Así que, aunque no era el momento, le di al play, y el clip, endiabladamente emotivo, me obligó a poner el primer programa completo. Y el segundo. Los fui pasando rápido, a ratos, pero sucedió algo.

Los hilos se extendieron y algo de aquello se enredó con mi vida.

El público y el jurado están en un plató como un gran teatro, frente a una pantalla donde tienen oportunidad de ver cómo los candidatos pasan uno a uno por una “recepción” donde hablan con una chica. A la vez, se insertan declaraciones de alguien que conoce al bailarín (o bailarina, o grupo). A continuación, se dirige a una sala donde empieza a bailar, en completa soledad, frente a un espejo gigante. El público y el jurado lo siguen viendo a través de la pantalla, pero solo el público tiene opción de votar si quieren que el espejo-pantalla se abra y el bailarín pueda bailar frente a todos. Si le abren, pasa a la ronda final, donde cada uno de los tres miembros del jurado elegirá a uno de ellos para formar parte de su equipo (y ya veremos más adelante qué pasa con los equipos).


Hasta aquí todo bien, ¿no?

No.

Sucede que el público, como es normal, se deja llevar.

Si el baile es demasiado lento, y quizás porque no pueden aplaudir y animarse, se confunden.

Si la música no es reconocible o popular, como no les hace sentir confianza, se confunden.

Si la persona no les ha caído en gracia al presentarse en la recepción, se confunden.

Y si no ha habido una historia lacrimógena o de lucha compartida por su acompañante en el vídeo previo, se confunden.

También se confunden si los jueces les piden a gritos que voten, o los ven emocionados. Ellos son la autoridad, ellos marcan la tendencia.


Y sobre todo, se confunden cuando no entienden lo que ven, cuando les parece que da vergüenza ajena, cuando no se sienten modernos o atrevidos o cultos o compasivos o solidarios votando. Cuando el voto no les hace quedar como ellos quieren quedar.

El voto es su imagen. Nada más.

Lo lacrimógeno abre la puerta.

Lo demasiado raro pero no tiernamente diferente, cierra la puerta.

Las personalidades fuertes que se muestran orgullosas, cierran.

Las encantadoras, dulces, calladas, delicadamente luchadoras, divertidas en su punto justo, abren, abren, abren y abren.

No digo que ganen el concurso, digo que ganan al público. Bailen lo que bailen como lo bailen (porque en realidad, todos bailan perfectamente).

Y esta idea enlaza con otra que dejé apuntada en la Carta 2/2021, y es que nada verdaderamente bueno a nivel creativo sale de la mayoría. Para el caso, el voto del público solo hace una cosa relevante: marcar lo que ya se sabe, lo que ya gusta, lo que ya está de moda, lo que ya es aceptado. Incluso lo que, pensando que votan algo radical, innovador, tangente, subversivo, sigue siendo un voto predecible y acomodado.


Para expresar una visión propia, sea en el campo que sea, hay que estar dispuesto a cargar con el no. Y no solo eso, hay que conformarse con encontrar los pocos síes que sean capaces de sostener el proceso hasta que esté preparado para presentarse.

A veces ese sí será el de tu madre, o tu pareja, o un socio igual de entusiasmado que tú. Quizás el de algún inversor que se arriesga a valorar el potencial cuando todavía nada lo demuestra. Quizás el de una pequeña parte del público (los superearlyadopters, los llaman en marketing, haciendo referencia a esa mínima porción de la masa que realmente no tiene miedo a llevar la contraria a tope, a afirmar que algo le gusta cuando todavía no le gusta a nadie, a ponerse esos pantalones de cuadros con 15 años cuando todo el mundo la señala por la calle porque aún no han llegado ni al barrio ni al instituto, ejem, sí, ya imaginas quién fue esa).


A veces el sí es solo el tuyo.

Y qué haces, entonces. Dudas, por supuesto. Pero después solo te queda ir hacia dentro, a lo profundo, al abismo insondable de tu interior. Y sondear. Buscar verdad, y, si la encuentras, agarrarte a ella como si tu vida dependiera de que no se te escape.


Porque cada vez que renuncias a esa verdad, a ese impulso, a ese brote, tu luz se apaga un poco más. Te dices no, y te dices no puedo, y te dices no es el momento, o es imposible, o no quiero intentarlo o incluso no lo necesito o haré cualquier otra cosa.

Tu vida física quizás no dependa de que tú puedas seguir tu verdad creativa (aunque podríamos debatir sobre si tu salud, como mínimo la mental, no se resiente por ello, yo sé que la mía sí), pero tu vida interior se desvanece poco a poco sepultada bajo todos los noes que te regalas a ti misma.

No son los de los demás los que nos dañan, aunque son los que más parecemos temer.

Son los nuestros.

Esa es nuestra traición, como me dijo Whitman en mi momento suelo-de-pasillo.

Tu sí es el único que necesitas para vivir “tu única, hermosa y salvaje vida”.


Tu sí es el más costoso, el más complejo, el más endiabladamente oscuro.

Un sí para ti parece llevar implícitos muchos noes, noes que, como el voto del público, te harían quedar mal.

Quizás el problema más grande de nuestra vida sea que no parecemos estarla viviendo para nosotras. ¿Para quién, entonces?

¿Para quién vivimos?

 

Un abrazo,

 

 

 

Envío los Apuntes, en privado, una vez al mes. 

Si quieres recibirlos, deja tu correo (y si no, tan amigas).