Carta 9/2021 - Literatura inevitable

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Esta es la última Carta de la temporada, lo último que te escribo hasta que llegue septiembre.

Me despido a las puertas de poder dejar de usar mascarilla en los lugares públicos, medio vacunada, esperando que quizás esto que hemos vivido —sin que a muchos nos afecte más que por unas pocas incomodidades y una vida social reducida, pero que, sin embargo, ha afectado a muchos otros de forma irreversible— vaya a convertirse pronto en agua pasada y todos podamos respirar más tranquilos (esta expresión que antes no decía nada y ahora se ha vuelto literal) este verano y ya para siempre. Al menos por este asunto.

Y no venía hoy yo a hablar de literatura de nuevo, pero es que esta mañana ha pasado algo hermoso.


Susan Sontag en su habitación propia

 

He ido a vacunarme y, en contra de mi sentido de la seguridad, pues temo todo lo que tenga que ver con médicos y muy especialmente con intervenciones en mi cuerpo (como las agujas, por ejemplo), he ido sola. Desde muy pequeña me desmayo aparatosamente. Por ejemplo, de niña me quitaron unas verrugas en las plantas de los pies y me desmayé. Me hicieron la prueba de la tuberculosis en el cole y me desmayé. Me probaron unas lentes de contacto por primera vez y me desmayé. También me pasaba si me hacía alguna herida yo sola. En fin, que todo esto para contarte que, aunque ya no es tan delicado para mí como antes, iba a vacunarme sabiendo que, posiblemente, iba a tener, como mínimo, un mareo.

Pero no, he aguantado bien el ligero vaivén de cabeza, me he puesto un capítulo de una serie y los quince minutos de espera sentada por si tengo una reacción alérgica han sido cuarenta y cinco. Me he terminado levantando a toda prisa porque un hombretón gigantesco se ha desmayado, por completo, en la silla de enfrente. He preferido huir de la reacción en cadena y me he metido en la librería La Central del Raval, tres puertas más abajo del centro de vacunación.

Allí he comprobado dos cosas que me han hecho feliz: por fin se han dignado a separar y dar su propia estantería a los libros juveniles (aunque siguen teniendo pocos para mi gusto) y la columna junto a la entrada de la cafetería, donde antes reposaban algunos libros sobre plantas y huertos, está cada vez más poblada de literatura sobre la naturaleza.


Y allí, hoy, una portada que nunca había visto antes ha llamado mi atención: Una temporada en Tinker Creek, de una tal Annie Dillard. Me ha atraído la sugerente cabañita sobre un lago otoñal, pero he leído la contra y sin pensarlo más he decidido que me lo llevaba.

Esto puede parecer un gesto nimio, pero cabe recordar que llevo ya unos años racionando mi consumo de libros para ser poseídos y depositados en mis estanterías. Es decir, que me nutro de las bibliotecas más que cualquier otra cosa. Compro poco. Curiosamente, los cinco últimos libros que he comprado son de la misma editorial que este, Errata Naturae. Podríamos hablar de las maravillas que edita esta gente y de su política de empresa (quizás otro día), pero dejaremos que mi cinco de cinco hable por sí mismo.


Patricia Highsmith en su habitación propia

 

Total, que si se compara a Dillard con Thoreau, y si es una escritora que pasa un año aislada en un bosque, y si se habla de su encuentro metafísico con la naturaleza, y del Pulitzer de Ensayo ganado pues yo considero que es imperativo leerlo e invierto dinero y espacio en poseerlo. Demasiado de lo mío como para ignorarlo.

Y lo sostenía mientras caminaba por el centro de la ciudad pensando que algo se me estaba escapando, pero sin saber qué, hasta que, al cruzar un parque, ensimismada en mis cosas y, de hecho, pensando en mi propia escritura, he recordado una anécdota que leí en un ensayo estupendo hace unos meses, un libro que saqué de la biblioteca digital unos días antes de que Cloe muriera y que leí un poco a trompicones, pero me pareció que tenía una profundidad que quizás me había perdido, y quería tomar mis notas, así que lo reservé de nuevo y todavía no me ha llegado oportunidad de releerlo.

En el libro, la autora hablaba muchas veces de la importancia de la habitación propia, del habitáculo de la escritura (de hecho, dice que prefiere un escritorio que mire a la pared para no tener vistas que nublen la imaginación), y contaba de cuando se fue un tiempo a una cabaña que le prestaron para escribir.

¿Cómo?

 
Virginia Woolf en su habitación propia

 

Efectivamente, era la misma persona. Hace unos meses no sabía nada de Annie Dillard, y como me la encontré en un momento regular, la leí con gusto, aunque sin foco, y no investigué sobre ella. Hoy hemos tenido una nueva oportunidad. La he comprado creyendo que no la conocía, pero sí la conocía. Y ya me gustaba. ¿No es bonito eso?

A mí me lo parece, porque me da la sensación de que lo que es para una es para una aunque una se empeñe en no prestar atención una y otra vez.

La anécdota que he recordado era algo así (quizás no era del todo así, pero no tengo el libro y no puedo confirmarlo):

Un amigo pintor que vivía cerca fue a la cabaña a visitarla, y cuando ella le preguntó cómo iba su trabajo, él empezó a contarle que hacía unos días se metió con la barca en el lago para rescatar un hermoso tronco de árbol que flotaba a la deriva. Remó y remó y cuando logró alcanzarlo, la marea cambió de repente, arrastrándole inexorablemente en dirección contraria, durante toda la noche, mientras él seguía remando en dirección a su casa, toda la noche. Al llegar el día, sin previo aviso, la marea cambió, y, remando, remando, consiguió llegar hasta su propia cabaña. Así va mi trabajo, le dijo. Me siento atrapado en medio de la corriente, pero sigo remando sin parar, esperando que en algún momento la marea cambie y me venga a favor y me acerque a casa.

 

Annie Dillard en su habitación propia

 

Durante muchos meses he estado con esta sensación en mi trabajo. Te hablé de ello al principio de estas Cartas, pero mis sensaciones eran muy complejas y no he escrito sobre ellas en profundidad.

Sin embargo, aquí seguía, sin haber logrado deshacer el nudo, ni encontrar una vía que me convenciera, sin entender muy bien quién era yo ya a nivel profesional ni quién quería llegar a ser.

Bueno, esto último no es verdad.

Yo sí sé quién quiero llegar a ser, pero tengo miedo de no tener el talento ni la capacidad para serlo, así que me lo voy negando una y otra vez y, para no fracasar, no lo intento.

Un mecanismo clásico que trato de iluminar una y otra vez para mis alumnas, pero que, por supuesto, en carne propia es diferente.

Total, que después de remar y remar y esperar y esperar a que la marea cambiase, porque sé que siempre cambia, le seguí dando vueltas y vueltas sin encontrar una solución satisfactoria. Y la semana pasada, escuchando un podcast (esta tertulia de Itnig sobre la creación de contenido, que me confirmó lo que ya sabía sobre este negocio), recuperé una idea antigua que, en realidad, con una mirada un poco distinta, parece tener sentido tanto para Oye Deb como para mí.

No sé qué pasará, pero, si todo va bien, en septiembre estará en marcha. Como siempre, me lo tomo como un experimento.

Deseo que estos meses te sean favorables, que las mareas empujen tu barca hacia donde deseas ir, que ojalá te encuentres más contigo misma a través de la escritura (y ojalá con Mi Diario), y que el gozo de estar viva te atraviese a menudo.

 

Un abrazo y hasta septiembre,

 

 

 

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