Vida Interior 1: Sobre la vida, la muerte y todo lo que queda entremedio

vida interior

 

La semana pasada volví a la ciudad a hacer un poco de vida social después de mucho tiempo. La pregunta habitual era “¿Qué tal el veranito?”, a la que yo, en cualquier otro momento de mi vida habría respondido “Muy bien, gracias, ¿y el tuyo?” por más que hubiera sido un completo horror.

Esta vez no sentí que tuviera que ocultar la fea verdad a nadie, y simplemente contesté “Un asco, para qué mentir, ¿qué tal tú?”.

A mucha gente le incomoda que le contestes la verdad, quizás porque sienten que tienen que fingir interés o preocupación o que necesitas que te den apoyo de algún tipo, y contestando la verdad cuando no es brillante les obligas a actuar y se ponen en guardia. A la mayoría lo que nos conviene es que todo el mundo nos diga “Bien, gracias”, para no tener que intervenir y poder seguir teniendo una conversación de lo más banal y tranquila. También nos conviene a nosotros mismos decir “Bien, gracias” porque así no te ves obligado a tener que dar explicaciones a continuación. Por tanto, entre unas cosas y otras, convertimos la verdad en una mentira o en una verdad a medias, le quitamos hierro al asunto y tratamos de avanzar.


Yo ya me he cansado de andar con cuidado por el mundo tratando de prever si lo que digo, siento o hago incomodará a alguien, y he aprendido a que si no quiero hablar de algo simplemente lo digo en lugar de luchar por que no salga el tema nunca.

 

En fin, que si quieres la verdad, la verdad es que los últimos seis meses han sido lo peor y lo mejor que me ha pasado nunca. Lo peor porque han sido tristes, incómodos y llenos de preocupación en muchos sentidos. Lo mejor porque de ellos ha nacido esta nueva Vida Interior, que es lo que pretendo compartir contigo, poco a poco, a lo largo de los próximos meses.

Así que hoy te ofrezco la primera entrega, en la que, por supuesto, quiero empezar por el principio, para que nadie se pierda y yo pueda explicarlo todo con claridad.

Una de las múltiples situaciones (pero la más importante para mí) de las que han contribuido a que desde la primavera pasada haya estado muy descentrada en todos los sentidos ha sido que mi padre se puso enfermo. Como sé que todo el mundo se va a imaginar que es cáncer ya lo digo ahora: no, no es cáncer, y no, previsiblemente no tenemos que temer por su vida más de lo que tenemos que temer por la nuestra. Sin embargo, ha pasado meses muy difíciles y llenos de dolor y aún está en ello y parece que va para largo.


A raíz de la enfermedad de mi padre empecé a pensar sobre la muerte. He sido bastante afortunada en este sentido y solo he tenido que vivir de cerca la despedida de mis abuelos, así que no he tenido mucha ocasión de enfrentarme a ella sin que fuera por objetivos puramente filosóficos. Aún así, ni por amor a la filosofía le había dedicado demasiados minutos de mi tiempo.

 

De nuevo, no es que mi padre esté tan enfermo como para temer una despedida a corto plazo, pero es cierto que mis padres son muy mayores y que sería un poco ingenua si creyera que no me hace falta irme preparando para la posibilidad de que se vayan. Y ya sé que lo mismo me voy yo antes cualquier día, pero digamos que exceptuando accidentes las leyes de la naturaleza son las que son y creo que me sería conveniente aprender a aceptarlas. Pero de todo este proceso veraniego me quedó clara una cosa: que yo no estaba en absoluto preparada para aceptarlas.

Yo siempre me he considerado atea, pero es cierto que toda mi vida he estado en contacto con el catolicismo y su imaginería. Mi alternativa a la aceptación de la idea del Cielo y el Infierno y el Juicio Final y todos esos conceptos post-mortem cristianos ha sido sin duda la del ateísmo, es decir, la nada. ¿Qué ocurre cuando algo o alguien muere? Pues nada: su vida se apaga, su cuerpo se descompone en un nicho o se incinera y a otra cosa mariposa. Entonces, ¿qué ocurre con su alma? Pues nada, porque la existencia del alma no está demostrada.

Ese era mi planteamiento básico y, aunque no hubiera dedicado ni dos minutos a pensar en ello, yo había decidido que tenía que ser así, porque lo cierto es que tenía tanta certeza de que hubiera reencarnación como de que no, de que existieran el Cielo y el Infierno como de que no, de que hubiera un alma como de que no, de que cuando me fuera me esperarían mis seres queridos al otro lado y tendríamos oportunidad de estar juntos toda la eternidad como de que no habría nada. No tenía manera de saberlo pero, en fin, como en la mayoría de cuestiones existenciales, resultaba ser una simple cuestión de en qué eliges creer.

Un día me fui a la biblioteca y, paseándome por la sección de filosofía y religiones, encontré dos libros.

En uno se investigaba sobre los momentos previos a la muerte (de personas que, por ejemplo, habían salido de un coma, habían tenido experiencias cercanas a la muerte o habían estado clínicamente muertos por instantes). El libro contaba con toda clase de estudios e investigaciones y entrevistas que, de hecho, daban pruebas de que las experiencias extracorpóreas sucedían, que la energía conectada con los vivos y con los muertos existía, y que lo de encontrarse al otro lado con un “algo más” —tomase la forma que tomase— también formaba parte de las vivencias de muchísimas de estas personas.

Evidentemente, todo esto es cuestionable y creo que es de esas cosas que como no te pase no quieres o puedes permitirte creer. Yo tampoco le di muchas vueltas, me limité a leer y aceptar que eso había sido así para todas esas personas, pero sin embargo me transmitió una idea de paz. Ya no era “la nada”, al contrario, parecía haber opciones y no parecían desagradables.

El otro era El libro tibetano de la vida y de la muerte, de Sogyal Rimpoché.

Ya digo que yo nunca me había aproximado a estos temas, ni a la muerte ni tampoco al estudio de las religiones. Básicamente porque ya desde hace años decidí creer que la religión era un invento para escapar de la inevitable sensación de soledad del ser humano. Pero como yo con la soledad no tenía problemas, no creía necesitar nada similar y simplemente lo deseché.

El libro me fascinó, no solo por la cantidad de sabiduría que se esconde en esas páginas sino porque entendí que no me estaba haciendo ningún favor a mí misma creyendo que tras la muerte no hay nada.


Esa idea de “la nada”, lejos de protegerme y acompañarme, me estaba dejando desamparada. Sin que yo me hubiera dado cuenta, toda la angustia que había sentido a raíz de la enfermedad de mi padre tenía que ver no solo con la idea de tener que enfrentarme a la posibilidad de la vida sin él sino sobre todo con la idea de que tras la muerte no había absolutamente nada.

 

Al pensar en la muerte —y no haciendo como que era un tema inexistente y poco relevante— me aterrorizaba la idea de que no hubiera nada más, porque entonces, si para nosotros todo terminaba al morir, ¿qué pasaba con todas esas cosas que no se habían dicho antes de morir o antes de que alguien muriera? ¿Se quedaban sin resolución para siempre? ¿Qué pasaba con quien había tenido una vida repleta de injusticia y dolor? ¿Nunca tendrían otra oportunidad para ser felices? ¿Qué pasaba con quien había hecho mucho daño alrededor? ¿Nunca tendría oportunidad de arreglarlo? Me estaba poniendo mucho peso y demasiada responsabilidad añadida: se me agotaba el tiempo y no iba a poder hacer todo lo que tenía que hacer todo lo bien que tenía que hacerlo, ni conmigo misma ni con los demás.

Al final, pensé, si estoy dedicando por completo mi vida a conocerme y a descubrirme —que básicamente es lo que hago— lo estoy haciendo para crecer, para sentirme mejor, para aprovechar mejor mi vida, para disfrutar más de los momentos felices y para enfrentarme mejor a los momentos difíciles.

¿Por qué, entonces, querría elegir una creencia —porque no nos engañemos, creer en “la nada” también es una elección de fe como otra cualquiera, solo que disfrazada— que no hace sino hacerme sentir pesada, decepcionada, asustada y ansiosa?

Curiosamente, desde que me relajé al pensar que quizás hubiera otras muchas alternativas a “la nada” tanto antes como después de esta vida, empecé a ver a mi padre como alguien más sano, más pleno, más completo y más complejo. También a mi madre. A Arieh. A los perros. A los hijos e hijas de amigas que nunca llegaron a nacer, y a los que lograron empezar sus vidas. A mis abuelos que quizás ya están viviendo de nuevo, en otra parte. Y lo más importante: empecé a verme a mí misma como un ser realmente lleno de fuerza y posibilidades. Curiosamente, nunca antes me había sentido así.


Y, a lo largo de unas cuantas semanas, sentí como si muchos pequeños brotes nuevos estuvieran tratando de hacerse hueco en mí, pero, a la vez, sentí que para que tuvieran espacio para desarrollarse tenía que dejar morir algo anterior.

 

No sé si alguna vez has tratado conscientemente de dejar morir partes de ti, pero cuesta lo suyo.

Un día compré tomates para ponerlos en la ensalada. Fui usándolos todos pero quedó uno al final que, por algún motivo, nunca encontraba el momento de comer. Lo miraba y lo miraba pero no quería comérmelo. Se me ocurrió de repente que en lugar de eso podía plantarlo. Lo corté en rodajas, las enterré en la tierra, regué, regué y regué (y confié y confié y confié sin desfallecer) hasta que, por fin, empezaron a salir algunos brotes con mucha ilusión, de un verde brillante y hojitas redonditas.

No todos esos nuevos brotes servían, tuve que esperar un tiempo y seleccionar los más fuertes y seguros de sí mismos, e ir matando a los que se quedaban atrás. Luego tuve que desenterrarlos y arriesgarme a que murieran en el trasplante. Alguno también se quedó por el camino. Tuve que dedicar mucho tiempo a cada brote para que se convirtiera en una plantita y creciera tímidamente en un pequeño macetero individual. Tuve que protegerlas del viento. Vino una plaga que casi se me las lleva. Me descuidé unos cuantos días con el riego y el sol y casi se chamuscan. Algunas, de hecho, ya tenían flores y las perdieron. Tuve que decidir prestar más atención, vencer la pereza y la comodidad y llevarlas al huerto. Preparé la tierra, saqué las malas hierbas (pobres, que de malas no tienen nada, pero no puedo dejarlas competir con las tomateras), aboné, puse cañas para que subieran rectas, hice agujeros y volví a plantarlas. Un día aparecieron huevos y orugas que se lo estaban comiendo todo. Tuve que prestar mucha atención durante días para retirarlas con cuidado. Luego las tormentas me lo destrozaron todo y tuvimos que volver a entutorar y perdimos muchas ramas llenas de flores por el camino.

Poco a poco se hicieron grandes, las flores se fueron secando y empezaron a convertirse en bolitas pequeñas. Luego esas bolitas fueron tomates completos.

Mi yo de antes de verano tenía mucho miedo a dejar morir cualquier cosa y se aferraba a todo lo conocido, a lo seguro y a lo que, sin dar especial satisfacción, estaba allí siempre. Me comía los tomates que había disponibles, sin pensar demasiado. Mi yo de después de verano está completamente atento a cuidar todas las nuevas plantitas y ver cuáles están haciéndose realmente grandes en mí.

Quizás por haber entendido que en eso consiste vivir, en transformarse sin miedo y en arriesgarse a que las cosas le sucedan a una. Para que algo nuevo nazca, algo tiene que morir. Ese es el ciclo de la vida.


Y es cierto que creer en cosas que no hay manera de demostrar es una elección, pero construirte una vida que aprecies y que te haga sentir en paz contigo misma también es una elección.

 

Cuesta bastante, para qué negarlo (lo sencillo sería seguir como siempre), pero todo esto es una elección.

Así es como empieza a brotar la Vida Interior: no con la enfermedad de tu padre, o sí; no con un verano mierdoso, o sí; no con algo particularmente difícil, o sí; no con nada que se pueda nombrar necesariamente. O sí. Y al nacer empieza a reclamar su espacio y empieza a conquistar todos los aspectos de tu existencia como una exploradora plantando banderas, primero aquí y luego allá y luego un poco más arriba.

Hoy he tratado de acercarte mi visión actual (quién sabe si pronto cambiará de nuevo) sobre la vida y la muerte pero, como reza el título, todavía nos falta el “todo lo que queda entremedio”, y ese “todo lo que queda entremedio” es lo que vamos a ver los siguientes nueve meses, hasta junio (aunque no voy a estar todos los martes con esto, también habrá Debsletters de las habituales y otras sorpresas), para ir descubriendo el resto de espacios que la exploradora incansable va a seguir conquistando.

Mucho me temo, en realidad, que el cultivo de la Vida Interior no se hace en nueve meses y que incluso podría durar más que una vida completa. Quizás, si confiamos en el budismo, estemos así por toda la eternidad. Y puede parecer imposible, titánico o incluso darnos mucha pereza. Pero, de todos modos, ¿hay algo mejor que hacer?

A mí, ahora mismo, no me lo parece.

Un abrazo enorme,

 

 

 

 

Envío los Apuntes, en privado, una vez al mes. 

Si quieres recibirlos, deja tu correo (y si no, tan amigas).