Vida Interior 4: Historia de una NoFitGirl

vida interior

 

Después de pasar el mes pasado hablando de la mente (tanto de la importancia de calmarla como de su lado oscuro, además de la conversación audiovisual con nuestras invitadas en Vida Interior TV) lo que viene a continuación en esta secuencia de Vida Interior es, lógicamente, EL CUERPO.

Pero no porque sea así y así tenga que ser, sino porque después del terrible verano y de la sentencia que oí clara y cristalina diciéndome “no te estás prestando atención”, lo primero que surgió en mí fueron dos cosas simultáneas: la necesidad de hacer silencio y bajar a mi mente de su puesto de dictadora implacable y la necesidad de coger a mi cuerpo y sentarlo en el gabinete de ese nuevo gobierno demócrata recién construido. El pobre llevaba años siendo un lacayo, un don nadie, el chófer de la Señora Mente a la que sacaba a pasear como a Miss Daisy. Sentí que realmente necesitaba contar con él.

Pero después de tanto tiempo imaginé que no iba a ser fácil hacer que perdiera sus miedos y resistencias y se animase a subir a la palestra. Como siempre, iba a tener que encontrar la forma más natural y orgánica para que no se diera casi ni cuenta de que de repente era el cojefe.


Constatemos primero que a mí la idea de hacer deporte no me entusiasma. Sudar no es mi cosa favorita, sentir dolor y esforzarme no es mi cosa favorita y el culto al cuerpo es mi cosa menos favorita de todas (tengo auténtico pavor a que me salgan músculos visibles).

 

Claro que cuando era niña sí que hacía ejercicio. Probé bastantes cosas pero nada me convencía como para insistir en ello. Yo, la verdad, lo único que quería era bailar, pero no me atrevía y me daba vergüenza porque soy muy mala con las coreografías y no me gusta que nadie me mire, así que una vez renuncié internamente al baile fuera de casa y adopté el tenis de forma regular porque era lo que tocaba por herencia familiar, mi vida deportiva fluctuó a trompicones entre la natación, alguna clase de aerobic y los juegos de grupo con amigos: baloncesto, voleibol, carreras de relevos… Lo clásico. No se me dio nunca mal, de hecho, diríamos que estaba siempre por encima de la media. Pero no, no le encontraba yo ningún placer particular.

Luego pasé esa época gris en la que te haces adulta y ya solo se te ocurre apuntarte al gimnasio, pero como lo de las máquinas a mí me hacía salir corriendo un buen día tuve el valor —y digo valor porque me moría de vergüenza— de meterme en la clase de yoga del gimnasio al que iba entonces.

La clase de yoga era un cuchitril enano enmoquetado nada comparable a las hermosas y luminosas salas de fitness. Por no tener no tenía ni ventanas, pero sí luces graduables y la profesora era una señora menuda de pelo corto y oscuro y voz fina y calmada. Solo se daba yoga dos veces por semana, la otra clase que hacían era prácticamente acrobática y no la daba esta señora sino un tío musculoso que la vez que intenté seguirlo casi me hace echar el hígado por la boca. Evidentemente, nunca regresé y simplemente me quedé con mi sesión de la señora, los jueves por la tarde.

Tengo que decir que me gustó desde el principio, por más que no entendía nada de lo que hacíamos y toda la secuencia —y ya no digamos acompañarla con la respiración— me parecía completamente bizarra. Me costó mucho irle pillando el tranquillo.


A mi favor he de decir que siempre he tenido una flexibilidad estupenda, así que todas las posturas de flexibilidad se me daban bien y todas las de resistencia fatal. Así sigue siendo. Soy poco resistente pero flexible (supongo que eso dice mucho de mí).

 

Fui durante un tiempo, pero al final la vida me llevó por otros derroteros y lo olvidé.

Más adelante, ya en mis treinta, me cambié de piso y, justo enfrente de casa —al final de una escalinata enorme más bien— había un centro cívico en el que daban clase de yoga para ancianas (no es que fuera específicamente yoga para ancianas pero la mayoría eran ancianas así que digamos que acrobático no era). Me gustaba esa calma y esa facilidad, así que fui unos meses hasta que me puse enferma, falté tres días seguidos y ya nunca encontré la fuerza ni el momento para volver.

Desde que vine a vivir al campo había tratado como más de mil veces hacer yoga yo sola, en casa, por las mañanas. Me decía: hazlo, te irá bien (sobre todo durante el primer año en que anímicamente no estuve muy centrada). Lo hacía un día, al otro ya no. Lo intentaba semanas después, me aburría. Decidí apuntarme al polideportivo del pueblo de al lado, que ofrecían yoga y pilates y estiramientos. También para señoras, porque por las mañanas todas las jóvenes iban a máquinas o a spinning y ahí estaba yo con las señoras estirando a tope. Aguanté seis meses, pero iba dos mañanas a la semana y cada mañana me hacía dos o incluso tres clases seguidas, según la combinación. Me puse en forma rápido, pese a que los ejercicios no eran demasiado exigentes.

Intenté ir a Zumba algunas veces y me parecía divertido pero a mitad de clase estaba mareadísima y empapada en sudor (las señoras, por si alguien se lo pregunta, aguantaban mejor que yo el meneíto). Un día hasta me tuve que sentar, a punto de desmayarme.


Lo del cardio no ha sido nunca mi fuerte. Siento que me sobreviene la muerte cuando el corazón se me acelera tanto y no tengo ninguna intención de llevar a mi cuerpo a esa situación tan desagradable.

 

Llegaron las navidades y con ellas la pausa obligatoria, y ya después de fiestas nunca volví.

Esto del abandono del ejercicio ya empezaba a ser un clásico.

Nos plantamos entonces en el momento actual.


Cuando mi horroroso verano llegaba a su fin algo cambió y, de todos estos brotes nuevos que sentí que querían hacerse espacio en mí, uno de ellos me hablaba de recuperar la conexión con mi cuerpo. No desde la obligación, o desde el debería (igual que cuando hablaba de la necesidad de dar espacio al silencio interior), sino desde el deseo y la voluntad.

 

Ya no lo veía como un tiempo que tenía que quitar de hacer cosas importantes de verdad, sino como el tiempo que necesito dedicar a engrasar toda esta estructura que hace que se sostenga y siga funcionando mi muy apreciada mente de mona loca.

Así que me dije ¿quieres volver al gimnasio? Y me respondí: no, quiero hacerlo aquí, nada más levantarme, sin tener que conducir para ir a ningún sitio. Como siempre, internet es mi mejor amiga, así que hice una pequeña búsqueda en YouTube. Encontré una clase de una hora que parecía clara y bien explicada, pero a los quince minutos ya estaba con ganas de vomitar y mareada, como en mi primera experiencia con el chico musculoso del yoga de gimnasio. Paré. Al día siguiente traté de repetirlo. No, era demasiado rápido e intenso para mí. Muy ambicioso para mi estado físico actual —lamentable— y para lo que sentía que necesitaba en esos momentos. Tenía que buscar más.

Encontré otra clase de una hora con una señora india muy agradable. Lo mismo, la tuve que separar en dos días de media hora cada día, la repetí dos veces pero no me gustaba, no me sentía cómoda.


De repente caí del guindo: yo no estaba buscando ser una FitGirl, yo quería conectar con mi cuerpo, estar en forma muy suavemente y no crear ni un músculo de más en ninguna parte de mi anatomía. No quería yoga de posturas ni de gimnasia ni de secuencias acrobáticas ni de sudar, quería un yoga sencillo y tranquilo que me hiciera sentir bien por dentro, que recuperase mi elasticidad, que liberase mi energía con calma y que me ayudase a estar conectada. Sobre todo esto último.

 

Seguí buscando, y recordé algo que había visto hacía un tiempo: la web de una chica americana que proponía retos de 30 días completamente gratuitos. La busqué y por suerte no fue difícil de localizar: Yoga with Adriene. Tiene listas de reproducción con los básicos de la respiración, también con cada una las posturas básicas perfectamente explicadas —por si eres superprincipiante— y con yoga para diferentes estilos o propósitos. Yo he encontrado que los dos retos de treinta días que tiene me van más que perfectamente, de hecho, ya he terminado los dos y ahora estoy repasando el primero.

Al ser un reto empieza desde el principio, suavemente, se adapta al nivel al que tú estés porque te propone variaciones y te anima a que fluyas y hagas lo que sientas que está bien con tu cuerpo. Lo mejor es que no son sesiones de una hora sino que van variando de entre quince y treinta minutos, en cada una trabajando algo distinto y permitiéndote aprender sin estridencias. Ya estaba, creí que había encontrado mi acompañante perfecta. Era algo parecido al amor a primera vista. O al amor al primer play.

Hice un día, sudé y me cansé pero todo bien. Otro día, agujetas ligeras en músculos que no recordaba pero soportable, bien. Y otro más. Hasta el final del primer reto de treinta días y hasta el final del segundo reto de treinta días. Cada día, nada más levantarme, hasta los domingos y fiestas de guardar (bueno, no quiero mentir, también hago caso a mi cuerpo y si algún día es que no, por ejemplo, cuando me baja la regla, pues es que no y me hago una secuencia más agradable o incluso hago yoga desde la cama). Hay días en que hago por la mañana y por la tarde —no los vídeos del reto sino algún otro sencillo que me apetezca—. El caso es que amo a Adriene, me gusta cómo se explica, su sentido del humor y, sobre todo, me gusta que no está flipándose con que alcances la postura perfecta sino con que encuentres lo que te hace sentir bien. Y eso para mí ya marca la diferencia. No quiero a ninguna otra.


Y, la verdad, siento que el yoga tiene exactamente todo lo que yo necesito de un deporte: me hace concentrarme, sube mi nivel de energía, me pone en forma con muuucha suavidad, desentumece y flexibiliza mi cuerpo —y ojo, que no me estén saliendo músculos visibles no significa que no se me esté disolviendo la grasa— y a la vez me conecta profundamente con él gracias a la respiración.

 

La respiración es lo más importante del yoga (al menos para mí). Cuando logras centrarte —y eso no sucede hasta que no llevas un tiempo practicando y familiarizándote con las posturas, que por cierto, se llaman asanas— es casi como una meditación en movimiento.

Como ya era de suponer, en medio de mi primer 30 days of yoga with Adriene, fui a la biblioteca. Y paseándome por los estantes de novelas buscando algo que conectase conmigo en ese momento, ¿qué pareció salir de la balda llamándome con desesperación? Obviamente, Mi Vida en 23 posturas de yoga, de Claire Dederer. Lo siguiente que veo, en la portada, una cita de Elizabeth Gilbert diciendo algo tipo “Este es el libro que todos necesitamos”. Me senté a leer las primeras páginas, no fuera que me estuviera dejando llevar por la emoción del marketing, y decidí que había elegido bien, se iba a venir conmigo a casa.

En el libro se entreteje la vida de la autora con su relación con el yoga, explicando además cada una de las veintitrés posturas, y algunas otras cosas interesantes sobre la práctica, muy al estilo Gilbert, es decir, enseñándote cosas sin que parezca que trata de enseñarte nada (mi estilo favorito para aprender). Además es ligeramente tragicómico, como la vida misma, especialmente cuando cuenta cómo se desarrollan sus relaciones: con sus hijos, con su marido, con sus padres, con sus amigas…

En fin, que ha sido una agradable compañía para mis noches prepráctica matutina. No es un libro que recomiende con fervor loco y lágrimas de emoción en los ojos, pero si te llama la atención esto del yoga puede ser una buena lectura acompañante.

Y la segunda cosa que tiene que ver con mi nuevo brote de atención al cuerpo es la alimentación.


No sé por qué algunas de las que me leéis pensáis que soy algún tipo de ser divino que come todo verde y sano (una vez una chica hasta me escribió ofendida porque había escrito algo de unas hamburguesas fast food y no le parecía coherente) cuando yo nunca he dicho nada semejante. La verdad, no podría haberlo dicho simplemente porque nunca en mi vida ha sido cierto.

 

Cocinar siempre me ha dado mucha pereza y lo único que me animo a cocinar con ganas son dulces: tartas, galletas, pasteles, pastas… He sido siempre muy amante del Burger King, de la pizza, de los hot dogs, de los pancakes, vamos, de cualquier cosa americana o de cualquier cosa que tenga grasa, harina o azúcar… en fin, de cualquier cosa que no sea integral, limpia y saludable.

Mi plato favorito es la tortilla de patatas. Me derramo de emoción cuando me dan una buena escalopa muy bien rebozada con patatas y pimientos fritos. Me pirro por los algodones de azúcar. Adoro la cerveza como si fuera mi gurú (aunque no me sienta especialmente bien, también tengo que decirlo).

Nunca he tenido problemas con el peso (o nunca me lo ha parecido, al menos), por lo que nunca he sentido necesidad de controlar mi comida. No hago locuras ni me doy atracones —nunca he sentido esa necesidad—, pero vamos, no me corto comiendo. Mi cuerpo siempre me ha respondido bien, no tengo apenas problemas de salud y en general soy un ser afortunado en este sentido.


Cuando conocí a Arieh, sin embargo, empecé a darme cuenta de que la comida que yo creía que era perfectamente sana no lo era tanto.

 

Él, que sabía lo que era la macrobiótica, el ayurveda, que cocinaba con algas, levadura de cerveza, cosas integrales y otras lindezas que a mí nunca me han parecido delicias precisamente. Incluso pasó (pasamos, porque yo en casa comía como él aunque fuera no me cortaba un pelo) un par de años de veganismo, justo antes de venirnos al campo.

Ahora parece que esté diciendo todo esto para contar que de repente me he vuelto una alimentinazi y te quiera explicar una dieta raw-paw-smoothie-kale-super-healty, pero no. Nada más lejos de la realidad.

Sin embargo, otro de esos pequeños brotes creciendo en mi interior me hizo observar que mis digestiones no eran todo lo finas que debían ser y, como además este verano Arieh tuvo problemas de estómago, nos fuimos directos al kinesiólogo, que nos hizo su test de alimentos. A Arieh le salieron bastantes cosas, pero a mí solo dos me estaban dando problemas: el cacao y la caseína (que es una proteína que está en la leche de vaca). El cacao, que para tanta gente sería un drama, a mí me la bufa, nunca me ha interesado el chocolate. Es verdad que soy fan del Cacaolat y la Nocilla, pero no es algo que esté habitualmente en mi casa, porque, para ser sincera, me dan cagarrinas. Ahora entiendo por qué: junta leche con cacao y ya sabemos lo que me pasa a continuación, mi cuerpo expulsándolo como buenamente puede.

Y si bien el cacao me dio lo mismo, la leche me tocó la moral. Soy muy fan de la leche de vaca cuanto más entera y fresca mejor, de la mantequilla y de todo lo que esté hecho con leche o mantequilla.

Es una putada en toda regla porque ahora cada vez que quiero algo en el súper tengo que revisar la lista de ingredientes, cada vez que abro Pinterest me salen recetas que no puedo hacer y cada vez que paso por la panadería quiero arrancarme los ojos. Pero oye, no lo llevo tan mal a nivel interno.


De hecho, la restricción de ambos me ha hecho nacer una nueva afición: buscar recetas ricas que sí podamos comer. Así que ahora me dedico a cocinar como nunca antes había hecho, e incluso ya casi no me parece una pérdida de tiempo (aunque un poco sí, porque estar una hora en la cocina para comer en quince minutos y recogerlo todo en otros veinte es un poco drama, a quién vamos a engañar), pero al menos puedo decir, con el puño en alto: “¡Si no podemos comer todos los platos que nos gustan, hagamos platos que nos gusten con ingredientes que podamos comer!”.

 

También he recortado mi consumo de cerveza, sin suprimirlo del todo (cuando me quiero dar el capricho me lo doy tranquilamente, igual que si un día voy a un restaurante no pregunto si el plato está hecho con mantequilla, no pasa nada, no estoy en plan radical), pero la gracia es que al bajar el aporte cervecil a mi cuerpo cada vez que me bebo una noto con más claridad los efectos que me produce, y como noto que no me sienta bien cada vez tengo menos ganas de tomar. Nunca la recortaré del todo igual que nunca dejaré de comer tortilla de patatas aunque me salga alergia galopante a las patatas, pero la disminución natural me hace feliz y la siento como algo orgánico. De nuevo, ya no es más una restricción sino una decisión.

Y así estoy. Adaptando con mucha suavidad mi alimentación a esta nueva Vida Interior. Cuidándome un poquito más. Dedicándome un poquito más de tiempo. Atendiéndome con un poquito más de amor. Sin estridencias, sin excesos, sin radicalidades. Poco a poco y con cariño.


No aspiro a ser perfecta en ninguno de estos aspectos ni de lejos, pero estas son mis formas de estar un poco más despierta.
¿Cuáles son las tuyas? ¿Cómo es tu Vida Interior en relación a tu cuerpo?

Un abrazo,

 

 

 

Envío los Apuntes, en privado, una vez al mes. 

Si quieres recibirlos, deja tu correo (y si no, tan amigas).